Tengo para mí que avanzar dentro del camino personal o colectivo pide cultivar, de vez en cuando, la actitud de detener el paso para revisar de dónde venimos y a dónde vamos y cómo seguiremos caminando. Pararse a reflexionar tranquilamente sobre lo vivido y lo construido o destruido. Hay que hacer esas paradas porque la experiencia no es lo que pasa en abstracto ni solamente lo que nos pasa, sino lo que hacemos con lo que nos pasa. Así lo expresó Aldous Huxley, y yo lo hago mío dentro de la tradición del discernimiento de Ignacio de Loyola en la que he sido formado. Esa mirada, si es lúcida, aportará un equilibrio necesario entre la gratitud a quienes nos hicieron más llevadera la marcha, el aprendizaje que nace tanto de los pasos acertados como de los errores cometidos, y las lecciones que han de iluminar lo que aún tenemos por delante. La gratitud tiene sus momentos y sus formas. A veces será homenaje y otras será silencio respetuoso. Y nunca debería excluir la capacidad crítica, pues de otro modo lo recibido se vuelve losa ideológica en lugar de camino de libertad. Pero lo cierto es que a veces ese agradecimiento hay que hacerlo explícito, y justo eso es lo que me ocurre a mí ahora cuando pienso en la Transición y me pongo delante de las jóvenes generaciones de españoles.
Al pararme sobre estas últimas décadas de nuestra historia me brota imparable el deseo de rendir homenaje a la Constitución y agradecérselo a cuantos la hicieron posible. Lo hago aquí, lo hice hace unos días ante Landelino Lavilla, eminentísimo jurista humanista, que apadrinó a la promoción de egresados de Derecho de ICADE, y espero hacerlo solemnemente dentro de unos meses al investir doctores honoris causa por mi Universidad a los tres padres vivos de la Constitución: Herrero de Miñón, Pérez-Llorca y Roca Junyent. Honrarlos por sus servicios a España será un grandísimo honor.
En estos tiempos complicados, la etapa difícil pero exitosa de la Transición debería jugar un papel de horizonte de posibilidad y estímulo para superar la crisis política e institucional que no es una crisis exclusivamente nuestra, sino expresión patria del cambio de era que vivimos. Allí nuestros mayores hicieron alta política, con acuerdos que exigieron sacrificios, generosidad y confianza, no se dedicaron a tanteos de salón o cálculos de aritméticas baratas basadas en el intereses particulares. Si se hubieran regido por sus cálculos de interés no hubieran alcanzado el casi milagroso consenso constitucional, que ha maravillado al mundo; ni los Pactos de La Moncloa y así otras cosas.
Los que nacimos en la década de los sesenta y ya hemos pasado la barrera de los cincuenta (el Rey Felipe VI la ha cruzado hace unos meses) albergamos recuerdos vivos de los acontecimientos en torno al cambio de régimen, aunque por nuestra edad no fuimos protagonistas de aquellas transformaciones históricas, ni siquiera votamos en el referéndum constitucional; pero sí hemos vivido sus frutos benéficos y algunos estridentes intentos de desbaratarlos. Por eso nos viene bien cultivar la memoria agradecida hacia nuestra Constitución y los que la hicieron posible, a fin de exorcizar otras hermenéuticas que también existen, aquellas que hablan del «régimen del 78» o las que buscan dañar al Estado acusándole falazmente de estar «contaminado» por vestigios franquistas. ¡Qué ironía!
Y como el amor está bien ponerlo en palabras, pero sobre todo en obras, debemos asumir el compromiso con lo que ella significa y compartirlo que las generaciones jóvenes. Ellos tendrán que protagonizar el futuro y ser participantes activos en todas las dimensiones de la vida social, pero no lo podrán hacer desde la posverdad; necesitarán nutrirse de la memoria de un pueblo como parte esencial de su cultura y no un mero registrar acontecimientos pasados; la memoria que permite recibir el espíritu como potencia integradora que anima la vida de una sociedad compleja, con sus alegrías y tristezas, con sus fallos y aciertos. Ahí está la tradición que Unamuno lúcidamente distinguía del tradicionalismo, pues no se queda enganchada al pasado, sino que es creativamente fiel generando futuro.
Desde luego, no se trata de mirar nostálgicamente a aquellos tiempos para, comparándonos, caer en una melancolía corrosiva. Tampoco se trata de creer ilusamente que nuestra Ley de leyes es perfecta (ninguna obra humana lo es) o que nunca vaya a necesitar actualización. Claro que llegará el momento de hacer cambios, porque los parámetros de la vida política, económica y social vaya si van cambiando y a qué ritmo. Pero ¿acaso han caducado los valores fundamentales que animaron los diálogos y los pactos constitucionales? ¿alguien duda de que la honestidad y la ejemplaridad de vida, la búsqueda de la verdad y del bien común, la amistad cívica y la vocación de servicio público sigan siendo hoy imprescindibles?
Una auténtica democracia no es sólo el resultado del respeto formal a las reglas, sino fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran y sostienen los procedimientos y las instituciones. Y una convivencia digna pasa por la garantía de libertades y derechos, el favorecimiento de las relaciones fundamentales y la satisfacción de las necesidades básicas de salud, energía, agua, alimentos, habitat, educación, cultura o información…. Son condiciones básicas que conforman la urdimbre de la dignidad humana y los elementos que integran el bien común. Para ello hacen falta el conjunto de instituciones que estructuren jurídica, civil, política, económica, cultural y religiosamente la vida social. Y la Constitución es el marco y basamento de todo ese orden institucional básico que posibilita la libertad y la justicia a las personas y los grupos sociales.
Ese conjunto de condiciones para una convivencia de todos en libertad es lo que constituye el bien común, que es responsabilidad de todos, pero de manera directísima de quienes ejercen legítimamente el poder político. Empieza por no sucumbir a la tentación de apropiarse de bienes que son de todos, pero sigue en la búsqueda de las relaciones, alianzas y colaboraciones que más beneficien al proyecto común, y también en que los ciudadanos cuiden de recursos, instalaciones o medios. Me parece que en la articulación entre el bien común y las acciones concretas radica la razón de ser de la política, una alta vocación de servicio, nada fácil pero sí totalmente necesaria y sólo posible dentro del Estado de Derecho cuyo santo y seña es la Constitución.
Tendremos que estar atentos para actuar dentro de las nuevas posibilidades y dificultades que caracterizan nuestro tiempo, extrayendo lecciones vivas de la historia y con ellas construir –juntos– convivencia desde el diálogo, asumiendo los nuevos retos y poniendo acción, reflexión y decisión en funcionamiento. Ir haciendo camino de futuro, en el presente y apoyados en la memoria vivificante de nuestra mejor historia, en la que nos reconocemos capaces de renuncias y esfuerzos solidarios, de salidas de nuestros intereses particulares para ponernos de acuerdo en dirección hacia el bien posible. Creo que cualquier reforma que acometamos deberá tener obligatoriamente presentes esas actitudes fundamentales.
Julio L. Martínez, rector de la Unievrsidad Pontificia de Comillas ICAI-ICADE.