Agravios Comparativos

A partir de ahora este va a ser uno de los temas más complejos, sensibles y peligrosos que vamos a vivir en los países desarrollados y muy en concreto en los países latinos y de forma especialmente activa en un país como España, en donde es mínima la tendencia al diálogo, a la objetividad y al pragmatismo, mientras la envidia, el rencor y el sectarismo abundan en todas sus formas. Los agravios comparativos juegan su papel en todas las épocas pero en situaciones de crisis es cuando suelen alcanzar su nivel máximo y generar situaciones caóticas.

Los últimos debates parlamentarios sobre los recortes decididos por el Gobierno, son un ejemplo perfecto de irresponsabilidad generalizada. No es sólo un grave problema de confrontación radical y violenta —y a veces grosera y vulgar— de opiniones, es sobre todo una inquietante demostración de cómo actuar al margen de toda verdad y con desprecio a las circunstancias y las realidades que nos afectan. Entre los medios de comunicación, los partidos políticos y los sindicatos se nos puede ir conduciendo inconscientemente a situaciones sin salida. Hay que intentar evitarlo.

Todos los españoles tenemos que asumir que estamos pagando el precio inevitable de una inmensa borrachera económica a la que nos condujo, en gran medida, el crecimiento, tan espectacular como descontrolado, del sector inmobiliario (con la colaboración entusiasta del mundo financiero) que acabó provocando una burbuja gigantesca que, como todas las burbujas, explotó inexorablemente. En ningún otro país europeo sucedió algo similar y ahí radica la diferencia de situaciones.

Lo malo de esa época fue que nuestro crecimiento resultó demasiado fácil, demasiado simple, lo cual debilitó el espíritu de trabajo y de esfuerzo y provocó una grave reducción del nivel ético. La corrupción se convirtió en una auténtica leucemia de la vida económica. Ha llegado el momento de reconocer nuestras culpas y de aceptar la nueva realidad. Hemos vivido durante demasiado tiempo no solo por encima de nuestras posibilidades sino al margen de una realidad demasiado evidente para ignorarla. Se acabó definitivamente la fiesta. Hay que pagar los muchos platos rotos.

El problema, el gravísimo problema, es el de repartir de forma equitativa los sacrificios que impone la situación y es ahí donde hay que aplicar con grandeza y con finura el talento en general y muy en concreto el talento político. Ninguna otra tarea alcanza, «ni de lejos», el nivel de dificultad y de riesgo que tiene este reparto de sacrificios en el que como ha dicho Mariano Rajoy, con toda razón, «no se trata de elegir entre el bien y el mal, sino entre el mal y el mal peor». Si cada estamento, cada grupo de intereses, cada industria, cada actividad profesional, y al final cada ciudadano o ciudadana, pretende ser la excepción a la regla general y exige un trato especial o excepcional y no acepta las decisiones democráticas del poder político, habrá que «abandonar toda esperanza» y resignarnos a vivir una triste y dura época de intensa decadencia de la que desde luego saldremos, pero muy malamente y con doloroso retraso.

Si excluimos —y debemos hacerlo aunque haya voces que lo reclamen— el ejemplo italiano de un Gobierno tecnocrático (¿quién sería por cierto, el Monti español?), solo nos queda una solución. Un acuerdo general entre los poderes clave. Si los partidos políticos se enrocan en su propio interés, si se dedican a capitalizar el desgaste de sus rivales, si utilizan como excusa la situación para lograr otras compensaciones o alcanzar objetivos diferentes, si radicalizan arbitrariamente su posición, si se afanan en repartir culpas sin asumir ninguna, si siguen haciendo en definitiva lo que vienen haciendo hasta ahora, la situación seguirá empeorando sin remedio. El acuerdo general debe hacerse realidad. Además de los pactos de la Moncloa, que sigue siendo una referencia válida, tenemos un ejemplo europeo que merece analizarse con interés.

El 18 de Noviembre de 2005, los dos grandes partidos alemanes, el CDU/CSU y el SPD, decidieron «aprovechar su mayoría parlamentaria a nivel federal para acometer reformas estructurales, alentar esfuerzos colectivos, y fortalecer la confianza de las personas en el futuro del país». Eso es lo que se dice en el preámbulo del acuerdo para establecer una gran coalición («Grosse Koalition»), un preámbulo en donde también se señalan los problemas principales del país, —«el desempleo, el endeudamiento del Estado, el cambio demográfico, y la presión ejercida por la globalización»— y se establecen los siguientes objetivos y prioridades: «la consolidación de las finanzas públicas, la reforma del sistema fiscal, la restructuración del sistema social, la reforma del sistema federal, la reducción drástica del desempleo, la seguridad interna y la política europea».

El 30 de Noviembre de 2005, en su primera declaración como Canciller del Gobierno, Angela Merkel, explicó —merece la pena fijarse en cada palabra— lo que significaba el acuerdo: «Una gran coalición entre dos partidos mayoritarios completamente diferentes nos abre la posibilidad, del todo inesperada, de preguntarnos sobre lo que podemos hacer mejor juntos, en vez de detenernos en la búsqueda de culpabilidades del otro, en vez de señalar siempre al otro, preguntando qué errores ha cometido, por supuesto sin participación de los demás». Y añadió: «El objetivo de la coalición es sacar adelante Alemania. En los próximos diez años el país debe volver a estar entre las tres primeras naciones de Europa».

No es justo criticar, en estos momentos, el exceso de rigidez de Alemania. Ellos hicieron en una coyuntura muy difícil lo que había que hacer y tuvieron que adoptar medidas de austeridad tan importantes, «mutatis mutandi», como las que se han decidido en nuestro país. Nuestra estructura política y nuestra joven y aún pobre cultura democrática dificultan mucho la idea de una gran coalición que sin duda sería la solución mejor y la más eficaz. Pero existen otras alternativas que requieren, eso sí, cambios drásticos de actitud y de comportamiento. El partido del Gobierno tiene que aceptar de una vez que en estos difíciles momentos su mayoría absoluta le obliga de forma absoluta a comportarse como si no la tuviera. Tiene que abandonar cualquier asomo de prepotencia. Solo podrá alcanzarse una solución válida y positiva si todos, o para no ser utópicos, casi todos los partidos asumen conjuntamente el coste político de los recortes y eso es ni más ni menos, lo que exige, de forma concreta y urgente, una ciudadanía que cada vez se distancia más de sus representantes políticos y del estamento político en su conjunto, que se ha convertido en el tercer factor de preocupación nacional y en un «monstruo» incontrolable. Según parece, tenemos 300.000 políticos más que Alemania y el doble de Italia y Francia. Es seguro que sean cifras exageradas pero aun así hay que revisar a fondo esta situación y explicar con claridad a la ciudadanía el papel y el protagonismo de la política en la vida española. Estamos perdiendo calidad y credibilidad democrática a borbotones.

Todo tiene su tiempo. Este es un tiempo para la grandeza y para la solidaridad. Un tiempo en el que los que más tienen —y entre ellos el estamento financiero— deben aportar considerablemente más de lo que han venido aportando. Un tiempo en el que los partidos políticos, los empresarios, los sindicatos y los medios de comunicación deben transmitir, además de positividad y aliento, su compromiso absoluto con el interés general. Un tiempo para prepararnos seriamente a vivir y a beneficiarnos de la nueva época de crecimiento que empezará pronto en el mundo. Lo que no puede ser es que dilapidemos en unos días un largo esfuerzo colectivo de modernización y enriquecimiento de España.

Antonio Garrigues Walker, jurista.

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