Agricultura y alimentación

La crisis económica ha sacudido a los ciudadanos de los países desarrollados por la convulsión que ha provocado en sus hábitos de vida y la incertidumbre que ha sembrado respecto al futuro. Pero tiene un componente mucho más cruel sobre los países pobres y las zonas marginales del mundo. Unas sociedades, tan desestructuradas como sus Estados, que ven como la necesidad primaria, la alimentación, se ve condicionada por las economías del primer mundo, sus intereses y sus modos de vida.

Recuerdo a mi abuelo repitiendo, «con las cosas de comer no se juega». Nuestro cerebro infantil no acertaba a ver nada más que en los juegos no debían utilizarse alimentos. Naturalmente, este principio de sabiduría popular tiene lecturas adultas que históricamente se han respetado, pero por increíble que parezca, puede que estemos en riesgo de poner en peligro. Digámoslo claro, la alimentación de las personas no es una opción civilizatoria, como tampoco es el aire que respiramos, y sí lo es internet. La alimentación es uno de los soportes básicos para la vida y el abastecimiento satisfactorio de la población es requisito para ejercer el más sagrado de nuestros derechos: el derecho a la vida. Los distintos sistemas de organización social que nuestra especie ha conocido, en los miles de años que llevamos en el planeta, tienen un objetivo fundamental y prioritario: garantizar que todos los individuos de cada comunidad tengan garantizada la alimentación. Nada especial, por otra parte, todos los animales, y hasta las plantas, hacen lo mismo.

Ello no obsta para que las hambrunas hayan sido datos históricos de cierta frecuencia. Permítaseme decir que las hambrunas del pasado eran coyunturales, esto es, debido a sequías, incendios, guerras, etcétera. Ninguna comunidad permanecía en un espacio donde no se pudiera garantizar la alimentación; asunto muy obvio, por otro lado. Sin embargo, las últimas décadas no ofrecen datos de hambrunas crónicas, las cuales aceptamos conmovidos, pero como si se tratase de algo incontrolable por la voluntad humana, como un terremoto o un meteorito. Todos sabemos que eso no es cierto, que el problema es una falta global de organización adecuada y un uso inmoral de conceptos como soberanía, territorialidad o fronteras. Hace siglos, cuando una comunidad comenzaba a ver como crónica la escasez de alimentos se desplazaba a lugares donde el abastecimiento fuese posible. En los últimos años las fronteras de los países pobres se han convertido en los barrotes de una gran cárcel donde mucha gente es condenada a morir de la forma más cruel posible: de hambre.

Aceptar estos datos demasiado repetidos; exponer tácitamente que nada es posible hacer, no sólo es moralmente reprobable, sino una ofensa a la inteligencia.

Días atrás se celebró en Nueva York la decimoséptima sesión de la Comisión de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. Pues bien, la agricultura y África son dos de los temas más importantes de la agenda. Hay mucho sabidillo escéptico sobre la utilidad de este tipo de reuniones, pero, como otros años, repito que el que no tenga alternativas, que tenga la decencia de callarse. La actividad agropecuaria, como es sabido, es la fuente del abastecimiento alimentario. Y nuestras recientes formas de organización social pueden poner en peligro el suministro de alimentos incluso a los países más estables.

En efecto, la alimentación, con distintas intervenciones públicas, dependiendo del contexto social y económico, se ha adquirido en los mercados, y las explotaciones familiares probablemente han sido la forma organizativa con mejores resultados en la Historia. Una deficiente comprensión de la globalización está poniendo en riesgo el alimento cercano físicamente a la casa. Si a los alimentos los tratamos mercantilmente, como si fueran teléfonos móviles, es posible que llegáramos a unas especializaciones de tal calibre que en cada país o región se produciría en un tipo de alimentos y el abastecimiento completo dependería de un gigantesco tráfico de incalculables costes energéticos y, además, cualquier crisis tendría inmediatos efectos mundiales. Esto es un despropósito que nadie puede defender sensatamente, especialmente cuando estamos viendo que grandes empresas, conscientes del valor estratégico de los alimentos, están adquiriendo millones de hectáreas de suelo cultivable a millones de familias, de modo que con esta evolución en algunos casos la provisión de alimentos, básica para ejercer el derecho a la vida, pasaría a convertirse en una actividad mercantil accesible sólo a quienes tienen dinero, como quien adquiere un televisor de plasma.
La globalización no es un axioma ni un principio religioso que o se acepta en su totalidad o se rechaza completamente. Antes al contrario, entre todos debemos corregir los errores previsibles y, si se puede, de forma anticipada.

Nuestros agricultores y ganaderos están en peligro de supervivencia y poco estamos haciendo por ayudarlos. Una cosa está clara, si no queremos poner en riesgo a la Humanidad entera, los alimentos, al menos los básicos, tienen que producirse lo más cerca posible de los consumidores; que el transporte sea mínimo. Y una segunda cosa, también clara, sólo las pequeñas explotaciones garantizan la estabilidad. Una red de decenas de millones de productores es más fácil que resista una crisis que una red de algunas decenas de productores. La producción de alimentos debe estar protegida y al margen de los criterios mercantiles que disciplinan la venta de cámaras fotográficas. Y esta protección debe ser tan intensa como sea necesaria. Cada granja que se cierra es una granja que no se recupera. Seamos sensatos, apreciemos el valor estratégico de los alimentos. Cada explotación que se cierra es un fracaso colectivo que las futuras generaciones nos recriminarán. Con las cosas de comer no se juega.

Demetrio Loperena Rota, catedrático de Derecho Administrativo.