He leído Incógnitas que enfadan a quien nos lee, una reflexión del solícito defensor del lector del diario El País, y…
Pero déjenme que antes les informe de que el Defensor del Lector se llama Carlos Yárnoz. A Yárnoz satisfará muchísimo (y no por vanidad, sino por lo que ustedes leerán después) que yo les cuente que vio la luz en Artajona en 1953 y se licenció, años después, en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra.
Ha desarrollado prácticamente toda su actividad profesional en El País, tras pasar por la agencia Europa Press y la desaparecida revista Tiempo entre 1977 y 1982. Se incorporó al diario en 1983 como informador en la sección de España, especializado en temas de seguridad y de defensa. Etcétera. [Como consta en la página de su actual periódico, de donde procede este aproximado corta y pega].
Sostiene Yárnoz que “las informaciones de El País deben incluir todos los datos necesarios para que el lector comprenda el entorno de los hechos que se narran incluso si desconoce el asunto del que se trata. Los textos deben explicarse en sí mismos y han de redactarse de manera que el lector no necesite recordar los antecedentes para comprender lo que tiene ante sus ojos”.
Lo he leído otra vez y me ha despertado aún más incógnitas, que, sin acritud, se pueden sistematizar en tres grandes grupos: las socioeducativas, las periodísticas y las literarias. Puede parecer algo anecdótico o procedimental, pero estamos ante un síntoma.
¿De qué lector y de qué nivel de conocimientos hablamos?, para empezar. Los ejemplos que pone Yárnoz desazonan. A su lector hay que explicarle en cada información lo que es un ERTE o lo que es la PAC. E insiste: “Hemos cometido la misma falta en informaciones en las que aparecían personajes como María Dolores de Cospedal, Luis Bárcenas o Esperanza Aguirre, sin precisar qué cargos destacados ocuparon en el PP”. Yárnoz, por cierto, tampoco los precisa en su texto.
Esto supone situar la ignorancia en el centro de la información. Y no cualquier ignorancia, sino una satisfecha de sí misma, que se autoerige en rasero entre lo aceptable y lo irritante. Y no sólo la ignorancia, sino la pereza. No olvidemos que, para encontrar cualquier dato o refrescar la memoria, hoy bastan dos clics, como he hecho yo para conocer la trayectoria profesional del señor Yárnoz.
Tampoco cuesta demasiado trabajo ver que la propuesta de Yárnoz es el corolario de lo que lleva años incubándose en la enseñanza. Aquí el lector, como el alumno allí, han terminado transformados en consumidores que, como el clásico cliente, siempre tienen razón.
Que la información gire en torno al vacío es un giro copernicano con serias repercusiones periodísticas. Por dos motivos. Los textos, o las locuciones radiofónicas, o los vídeos, tienen un límite material de espacio o de tiempo. Si los colmamos de nociones básicas, preliminares y parainformativas, nos dejamos afuera la verdad concreta, ceñida, pertinente, sustanciosa y significante.
En segundo lugar, entramos en una vertiginosa dinámica de aclaraciones encadenadas que, o tienden al infinito, o llegan hasta el Motor Inmóvil, o se quedan (como se quedarán) en el limbo de las obviedades.
En los textos más opinativos, ensayísticos, culturales o literarios, los riesgos de la ley Yárnoz se multiplican. Él se refiere exclusivamente a las piezas informativas, aunque con el mérito indudable de haber captado el espíritu de esta época.
Cada vez se ven más explicaciones más elementales en más artículos y ensayos. Poner entre paréntesis, tras citar a Cervantes, que se llamaba Miguel y que fue un escritor español, autor de la novela El Quijote, destroza, además de la fluidez del texto, la necesaria camaradería en la inteligencia y la cultura mutuamente reconocidas entre el autor y el lector.
¿Exagero? Yo ya lo he visto con Petrarca y con Erasmo. Y quién sabe si el extendido recurso retórico de sembrar la prosa de palabrotas no deja de ser un truco para que el irritable lector grado cero vaya encontrándose conceptos que sí entiende. Lo seguro es que las consecuencias no son buenas, como ha percibido Diego S. Garrocho: “Diagnósticos cada vez más simples para una sociedad cada vez más compleja”.
La literatura y el pensamiento son lo contrario. Construyen sobre referencias, sugerencias y evocaciones para que la lectura se ahonde en una conversación plural. “Sin eco, no hay arte” constató sin más explicaciones Simone Weil. [Si usted necesita saber quién es Weil, ¡enhorabuena!, porque tiene por delante, esperándole, el deslumbrante descubrimiento de una pensadora extraordinaria].
No defiendo (entiéndaseme sin incógnitas) un enfadoso estilo espeso o el gongorismo por el gorgorito. Como lector y, en la medida de mis posibilidades, como escritor, prefiero la prosa transparente y la línea clara, pero sostenida en la perspicacia y la memoria del lector, incluso hasta el extremo de permitirle que las ejercite. No es sólo una elección personal. Es requisito de la auténtica literatura y del periodismo verdadero.
Querer agradar a todos no es agradarlos, sino halagarlos. Querer igualar termina haciéndolo por abajo, que coge más cerca. A ese lector que preocupa a Yárnoz y que, por lo visto, se irrita rápidamente, no queda más remedio que ofrecerle a veces un poco de agua y ajo. [Que, por si aún queda aquí alguno de los que exigen explicaciones continuas, son las apócopes de “a aguantarse y a jorobarse”, con perdón].
La inevitable exigencia, en realidad, se trata de un respeto y de un regalo. Así, cuando el lector se encuentre más dispuesto, podrá encontrar textos que merezcan la pena, si quiere.
Enrique García-Máiquez es escritor y articulista.