Aguirre y el liberalismo en España

Cuando Esperanza Aguirre creó la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, para volver los ojos a la Guerra de Independencia española y a las Cortes de Cádiz, es claro que buscaba insertar su obra política en una tradición ideológica. Desde luego, había en ese intento cierta voluntad de construir un mito fundacional, aunque la interpretación del pasado no se confiara a un propagandista, sino a un historiador riguroso como Fernando García de Cortázar. En Historia, después de todo, las líneas genealógicas son un itinerario para comprender el presente, y hacerse comprender es condición obligada cuando se quiere transmitir un mensaje político. Siempre que se tenga, claro está.

Pero el mensaje aguirrista -el liberalismo- era todo menos nostálgico. Por el contrario, y como está implícito en la memoria de 1808, su raíz es auténticamente revolucionaria, aunque no en la acepción que este adjetivo ha tomado casi de manera exclusiva: la del furor por destruir y dominar. Históricamente, el liberalismo es reacción frente a la crisis, resistencia ante el poder, y fue él quien se pronunció por cambios estructurales, entendiendo que resultaba imposible la realización ciudadana en un orden fundado sobre principios injustos. La clave del nuevo sistema debía estar, entonces, en objetivar la fuente de la justicia, de suerte que ésta no fuera ni el dictado de una autoridad ni el grito amedrentador de las masas, sino un parámetro razonable, a salvo de la arbitrariedad y de la demagogia. Para establecerlo, fue necesario poner en pie toda la máquina del Estado constitucional de Derecho, de modo que, vehiculada por las formas institucionales, no pudiese transformarse la política en aquello que había sido por igual entre las manos de los monarcas absolutos y de los verdugos de estos: un instrumento del despotismo.

En esa lucha por la solidez y la justa operatividad de las instituciones consiste, después de todo, el centro que otros interpretan como simple tibieza. Malo, muy malo, si es en el propio Partido Popular donde se le da esa última connotación al término, porque, puestos a mirar el pasado reciente de España, no hay una empresa política más significativa, más consecuente con la madurez democrática del país, que la consolidación de una fuerza capaz de unir todo el espectro de ideas y tradiciones contrarias al socialismo. Y aún más admirable es que esto se hiciera en nombre del ideario liberal, cuyo reconocimiento significa que a nadie se le permite dar una patada a la mesa. A esta razón se logró rendir la secular intransigencia de la derecha española, que hoy todavía enseña, de vez en cuando, la pezuña autoritaria, caciquil o clerical. Pero lo que es obvio es que también la izquierda ha de pagar tributo a las conquistas liberales; que gracias a ellas ha abandonado sus métodos de matón de barrio y ha contenido su violencia intrínseca. Mucho ha de agradecerse que, incluso avergonzados y mezquinamente, los socialistas deban admitir la fuerza de esta verdad. «Yo me presento como liberal y como tal me votan. Usted no se atreve a presentarse como comunista, por algo será», dijo Esperanza Aguirre a Gregorio Gordo en su último debate. Mejor que no se atreva, porque cuando caigan las reticencias a reconocer, siquiera por afectación, esta superioridad del orden creado por el liberalismo, se podrá hablar sin rubor de aplastar al prójimo, de Estado totalitario, de dictadura del proletariado o de «defensa del Terror», como ha hecho recientemente Sophie Wahnich, con el patrocinio de Slavoj Zizek y sin que nadie les acuse de justificar el genocidio.

Al ponerse al servicio de un proyecto político de base heterogénea, el liberalismo del PP llevaba implícitos dos riesgos. Primero, el de mantenerse unido por la sola fuerza del odio al PSOE, sin otra causa, sin otro progreso, sin otra forma de militancia. Luego, el de ser un cajón de sastre donde cupieran acríticamente tendencias incompatibles, que más bien suelen considerarse afines por parte de quienes demonizan al liberalismo que de sus verdaderos defensores. Ambos peligros amenazan con vaciar de contenido el empeño liberal para transformarlo en una pose; en recetas hueras; en una reducción economicista o en una especie de darwinismo social. Por supuesto, el último estadio de esta desnaturalización (o quizá el primero, el hilo por el que se rasga toda la tela) es la negligencia de los políticos. Para creer en ellos se exige que también ellos tengan fe, pero hay una diferencia sustancial en el caso del liberalismo. Porque, al no ser una utopía, esta fe ha de depositarse sólo en lo que es fiable, y no en las mistificaciones y los delirios de unos iluminados.

Esperanza Aguirre ha hecho siempre profesión de fe liberal, y la ha hecho desde la política, con la presencia de ánimo que reclamaban aquellas convicciones para ser puestas por obra. Su energía era la del liberalismo inconformista y decidido de aquel labrador que, en abril de 1814, escribía en el Periódico político y mercantil de la Villa de Reus: «Liberales son los que han formado la Constitución; los defensores de los derechos del pueblo; los que quieren que nuestros hijos sean en la sociedad todo lo que los hombres pueden ser; los que quieren que cada uno pague por lo que tenga; los que han abolido los señoríos; los que nos han ennoblecido delante de la ley; los que nos han hecho ciudadanos». Sin embargo, hay que reconocer que estos precedentes del pensamiento liberal en España siguen siendo ajenos a la tradición política del país. Celebramos este año el bicentenario de la Pepa, y de nuevo las posturas huyen del reformismo civilizador. Los más optimistas, que son los nuevos afrancesados, esperan la intervención de Europa, como antes se esperó la de Napoleón, para obligar a España a entrar por el aro de la modernidad y del desperezamiento. Otros admiran la pasión jacobina e invocan el caos. Otros defienden su taifa y otros le oponen la ilusión de un monarca, un imperio y una espada. Un examen al patriotismo español en los estantes de las librerías muestra que la gente que busca su identidad en la historia la encuentra mucho más recordando las Navas de Tolosa (también de centenario) que la Constitución de Cádiz.

El mito fundacional del liberalismo es el de la España posible. Pero Esperanza Aguirre deja un testimonio que, como se ufanaba Balzac, la convierte en «su propio antepasado», dentro de esta genealogía aún por trazar de los liberales españoles.

Xavier Reyes-Matheus es secretario general de la Fundación Dos de Mayo y autor, junto a Miguel Ángel Cortés, de Era cuestión de ser libres. Doscientos años del proyecto liberal en el mundo hispánico.

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