Agujero negro en la derecha

El déficit democrático que daña hoy a la derecha visible en España puede tener algún origen más complejo que la mala digestión de la derrota de hace tres años. Más complejo y sobre todo más preocupante, porque compromete la magnanimidad comprensiva que la oposición antifranquista puso de su parte para hacer la transición de la dictadura al Estado democrático.

En demasiados individuos asociados y avalados por la actual derecha rebrota una autoafirmación ideológica y política que prácticamente había desaparecido de la circulación pública y está siendo rehabilitada en ese entorno. Su umbral de tolerancia y justificación del franquismo ha ido aumentando progresivamente en los últimos tiempos y la discusión de la ley de víctimas de la represión franquista (que suele llamarse de la memoria histórica) ha servido para desenmascarar casi del todo ese proceso que anduvo oculto al menos hasta finales del siglo XX. Cada vez está menos oculto lo que ha debido labrarse en domicilios y familias que son herederos biológicos y culturales del franquismo, y aparece ahora a la luz pública como una ofendida protesta por el maltrato que la democracia dio o da a sus padres, sus abuelos, sus franquistas familiares. Pero cuando murió Franco fueron considerables las dosis de perdón implícito y de magnanimidad del nuevo vencedor sobre el nuevo vencido. El poder era poder franquista todavía en 1975, por supuesto, y no merecía ni piedad ni misericordia, pero la oposición puso una sobredosis de generosidad histórica: nadie con peso político presumible en la oposición apostó por sacar los colores ni las vergüenzas antidemocráticas al poder, primero, porque eran obvias, y segundo, por razones de estabilidad pragmática. Estaban ganando, y lo sabían los unos y los otros: el vencedor tras noviembre de 1975 no era ya el que había ganado la guerra en 1939, sino el que la había perdido y por fin entreveía alguna forma de luz limpia (la muerte de Franco) para regresar al cauce perdido de la historia democrática.

Empezaba a ganarse una batalla que no arranca en 1936, ni en 1956, ni en 1962, sino cuando se muere Franco y desaparece el obstáculo material y simbólico para que los más despiertos franquistas políticos se pongan a trabajar a cara descubierta para huir del sistema y buscar por la vía institucional alguna salida duradera a su propio futuro político. En el lado antifranquista pudo bastar la conciencia clara de esa victoria para que la mayoría del votante demócrata corrigiese a la baja los objetivos revolucionarios, las rupturas radicales y otros sueños utópicos de una izquierda local e internacional políticamente caliente (y menos reluctante entonces a las armas de lo que lo es desde hace tres décadas).

Lo que parece estar sucediendo desde la victoria por mayoría absoluta del PP es un fenómeno de ingratitud y rebeldía que invierte el camino y es descorazonador: aquella discreta celebración de la victoria, con la promesa de un futuro democrático, pactista y nada vengativo, no sólo no ha sido agradecida por quienes se sienten herederos del franquismo político, sino que estos parecen alumbrar con linterna o sin ella reivindicaciones obscenas de aquel pasado dictatorial. Han cambiado la resignación adaptativa por la resistencia activa. No aceptan ya el diagnóstico democrático sobre una dictadura con orígenes fascistas y no callan su simpatía por el franquismo ni su benevolencia con un régimen que hizo carreteras, embalses y 600. Una cierta renovación biológica también en la derecha peor educada democráticamente ha sacado a la luz un paisaje humano que parecía extinguido, ha rehabilitado la explicación franquista de la guerra e incluso ha restablecido un lenguaje impúdicamente nostálgico del viejo orden.

La derecha democrática tiene dentro de sí misma un agujero negro que atrae energías destructivas con origen en el pasado. La ley para rehabilitar las víctimas del poder franquista ha servido para que algunos de sus sectores liberen esas querencias calladas y las deudas de gratitud con padres y abuelos, y sus fecundas ejecutorias bajo el franquismo. Y no ha servido de nada la evidencia de que la única razón para impulsar esa ley ha sido una razón no revanchista. No es ni será un instrumento de la venganza de los represaliados del franquismo y de sus herederos, porque ha de ser una herramienta de restitución de la razón: el reconocimiento político y jurídico a un colectivo de españoles que aceleró el proceso democratizador que institucionalmente sólo empezaría con la muerte del dictador.

Pero es verdad también que ese numeroso y corajudo listado de represaliados por causas políticas e ideológicas parece constituir para la democracia actual un hecho de escaso calado social, antiguo ya o desdibujado, como si no hubiese surtido efecto el esfuerzo educativo y el empeño intelectual por enseñar que ellos tenían razón y que comprometieron bienes, hacienda y desde luego la cara misma en un objetivo que ha sido colectivamente benefactor, incluso si cada partido y cada célula contaba con más de uno, de dos y de tres peligrosos botarates.

Quizá entre los vahídos de buena conciencia democrática hemos acabado olvidando que el antifranquismo con costes penales o carcelarios, académicos o profesionales, fue un asunto, incluso en los años sesenta, de minorías sociales, que apenas superó círculos muy reducidos y no llegó a ser portavoz de un compromiso político mayoritario. El respeto o el reconocimiento por todos esos esfuerzos no puede salir de muchos votantes jóvenes del PP, porque la represión franquista no es parte de su experiencia ni biográfica ni familiar, ni tampoco parecen haber sido suficientes los esfuerzos del Estado en una pedagogía política explícita y contundente en torno al origen del Estado que nace con la Constitución de 1978.

La cultura democrática de la derecha puede estar necesitando la fortaleza del Estado precisamente para neutralizar el agujero negro que anida hoy bajo las siglas electorales del PP. Y, por supuesto, que la familia de la izquierda, y no sólo socialista, ha tenido memoria de esa batalla antifranquista y la reconoce como propia, pero parece faltarle la convicción política para defender ese saber justo ante quienes lo desestiman, lo infravaloran, lo ignoran o directamente lo condenan y descalifican. El objetivo no es la rehabilitación de las ideologías reprimidas, sino la deslegitimación política y la desactivación jurídica del Estado que las prohibió y persiguió. Una cultura democrática sabe que esa actuación fue aberrante y despiadada y debe ser rotundamente condenada por un Estado que, como algunos empezamos a saber, pronto será responsable de su cara adulta.

El Estado sí tiene la obligación de imponer algo parecido a una versión oficial sobre la impunidad represiva de la judicatura franquista, precisamente porque es un Estado democrático el que puede enseñar sin miedo su superioridad ética y política. No haberlo hecho antes es una parte del problema, pero hoy puede estar envenenándose más aún el mismo problema entre personas sin conciencia histórica del significado del franquismo y que no sienten como reprobable la decantación neofranquista que tanto debería abochornar a una derecha definitivamente liberada del franquismo.

Jordi Gràcia, profesor de Literatura Española en la UB y autor de Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo.