Ahmadineyad, raíces y sombras de un desafío

Borja Bergareche (ABC, 20/01/06):

El titular dice más o menos lo siguiente: «Líder islámico enloquecido amenaza con desarrollar la bomba nuclear». La historia la conocemos: «Inspectores de la ONU incapaces de llevar a cabo su trabajo. Europeos y estadounidenses trabajan juntos para desactivar la crisis. El país díscolo reanuda la actividad nuclear. Solicitan intervención del Consejo de Seguridad. Líder islámico enloquecido mantiene su desafío. Occidente no puede consentir esta amenaza. Agotaremos las posibilidades de la vía diplomática. Punto». ¿Y si falla la diplomacia, entonces qué? Puesto que no hace tanto tiempo, un guión similar condujo a una guerra de consecuencias desastrosas en Irak, es preferible esta vez intentar explicar a tiempo lo que subyace detrás de la actual crisis con Irán.

La llegada de Mahmud Ahmadineyad a la presidencia de Irán en junio del año pasado supuso mucho más que la derrota a manos de sectores conservadores del sueño reformista del periodo anterior, durante la presidente de Mohamed Jatamí. Implica un cambio sociológico en el país con llegada al poder de un grupo neoconservador de revolucionarios de segunda generación, caracterizado por un populismo y anticosmopolitismo extremo, por su fidelidad ideológica a los principios de la revolución de 1979 y por un desencanto furioso con la opulencia y corrupción de la elite clerical chií que controla el país desde entonces.

El Irán de Ahmadineyad es el que, en la década de los ochenta, vivió y sufrió en sus propias carnes la guerra Irán-Irak y que recuerda cómo las potencias de la Guerra Fría la alimentaron. A este ingeniero experto en gestión del tráfico, que llegó sin hacer ruido a la alcaldía de Teherán en 2003, le rodean funcionarios locales de origen generalmente rural que utilizan las mezquitas y a los «maddahs» (cantantes religiosos) como mecanismos de movilización popular. Cuentan, además, con el apoyo de organizaciones piadosas, así como de la milicia popular revolucionaria conocida como «Basij», de la que el propio Ahmadineyad forma parte junto a varios millones de iraníes.

Con su llegada al poder, se evaporó el espejismo creado por la historia que los enviados especiales repetían una y otra vez, y que todos queríamos creer: que los jóvenes iraníes habían puesto contra las cuerdas al régimen de los ayatolás a base de libertad, maquillaje y nuevas tecnologías. La profecía no se ha cumplido. Quizás las fuentes no eran las más indicadas. No ha habido revolución desde dentro.

Irán es un país contradictorio, un régimen autoritario con elecciones parlamentarias y presidenciales (relativamente) competitivas, férreamente controladas y (relativamente) manipuladas por las manos que mecen el régimen. Los jóvenes son el factor clave en un país en el que dos tercios de la población tienen menos de 35 años y se vota desde los 15. Según datos recientes, el 31 por ciento de los jóvenes entre 15 y 29 años está en paro. Este es el secreto que hizo posible que triunfara un reaccionario desconocido de 49 años, hijo de un herrero pobre: muchos jóvenes en paro votaron por Ahmadineyad. La larga mano del «establishment» chií hizo el resto, al apoyarle frente a los demás candidatos en liza.

Así terminó el periodo aperturista conocido como «primavera de Teherán» (1997-2004), protagonizado por jóvenes urbanos que hoy tienen entre 25 y 30 años y que han hecho de la lengua persa una de las más utilizadas en internet. Este nuevo grupo de neoconservadores fue aupado al poder, en cambio, por jóvenes de entre 15 y 25 años, conservadores aunque también digitalizados, más preocupados por el paro y la crisis económica que por la rebeldía política y los guateques a la americana de sus hermanos y hermanas mayores.

Ahmadineyad no es un «líder islámico enloquecido». Es un político astuto que ha seducido a muchos iraníes con una imagen austera y un populismo económico bajo el lema de «devolver el dinero del petróleo a la mesa de los iraníes». Una de sus primeras medidas como presidente fue aprobar ayudas para matrimonios jóvenes de 1.000 millones de dólares. No es un loco: es un fanático que con sus diatribas nacionalistas, antioccidentales y antisionistas conecta con lo que en privado piensan muchos iraníes, y muchos musulmanes en general. Su debilidad no está por tanto en la falta de apoyo popular. Tampoco lo está en las amenazas diplomáticas, económicas o militares de Estados Unidos y la Unión Europea. Su punto flaco es la debilidad interna de los neoconservadores dentro de los complejísimos vericuetos del poder en Teherán.

Con el movimiento reformista derrotado y retirado a sus cuarteles de invierno, el verdadero enemigo de Ahmadineyad está en la mafia de clérigos y capitalistas que controla el poder y los ingresos petrolíferos de Irán. Alguna de sus medidas económicas, como entregar acciones de las industrias nacionales a los pobres, y sus bravuconadas dialécticas generan mucha inquietud en el complejo religioso-empresarial del país. La Bolsa de Teherán se hundió tras las famosas declaraciones del presidente contra Israel. Y en los últimos cuatro meses, ciudadanos iraníes han abierto cientos de empresas en Dubai, destino de moda para el capital iraní en estos nuevos tiempos de inestabilidad política extrema.

La preocupación reina también en parte del alto clero chií. La viuda y nieto del ayatolá Jomeini han escrito recientemente una carta al Líder Supremo, Ali Jamanei, expresando su malestar por el apoyo de éste a Ahmadineyad y su grupo de jóvenes neoconservadores, unos advenedizos a los ojos de la septuagenaria «aristocracia» clerical iraní. Para acallar estas críticas, Jamenei se ha visto obligado a dar más poder a quien fue derrotado por Ahmadineyad en la segunda ronda de las pasadas elecciones, Hashemi Rafsanyani, eterno hombre en la sombra del régimen, corrupto y detestado por la mayoría de los iraníes.

Ahamdineyad es muy consciente de que, sentado sobre las enormes reservas de petróleo del país, poco pueden hacer los diplomáticos y militares occidentales. Pero si el joven presidente tensa demasiado la cuerda, y la situación pone en peligro los intereses del régimen, entonces quizás los mismos que le utilizaron para poner fin al periodo reformista decidan apartarle de la cabina de mando, segando la hierba bajo sus pies como hicieron con su antecesor.