Ahondar en un error y hundirse para evitarlo

La tercera ola de las democratizaciones, tal y como la bautizó Samuel Huntington, supuso la práctica desaparición entre 1974 y 1992 de los numerosos regímenes autoritarios que dominaban el paisaje político de América Latina y Europa del Sur o del Este, y la consecuente reducción del ámbito de los golpes de Estado a África y algunos países asiáticos. En Sudamérica, pese a que no han faltado algunas intentonas fallidas ni ejemplos de inestabilidad lindantes con la ruptura institucional -en Perú o Ecuador-, el golpismo ha dejado de operar en los últimos 20 años como vía de acceso al poder que incluye la remoción por la fuerza del presidente civil legítimo. Más concretamente, en Centroamérica, región testigo de numerosas rebeliones militares a lo largo de su historia, hay que remontarse a los turbulentos 70 para citar el último ejemplo de aplicación exitosa de la fórmula. Hasta los acontecimientos recientes en Honduras que han supuesto el derrocamiento por el Ejército del presidente, Manuel Zelaya, su expulsión violenta del país y su sustitución por el titular del Congreso Nacional, Roberto Micheletti.

Pese a que la comunidad internacional -incluyendo EE UU, la UE, la OEA y hasta la Asamblea General de Naciones Unidas- ha sido unánime en señalar la naturaleza antidemocrática del suceso, lo cierto es que muchos analistas y la prensa mundial han reaccionado con relativo desconcierto ante lo que sólo puede ser calificado como inequívoco golpe de Estado. Hasta cierto punto, son lógicas las vacilaciones a la hora de la condena. El propio Zelaya había venido mostrando en los últimos meses su desprecio a la institucionalidad al plantear una consulta ilegal para optar a una reelección que le veta la Constitución y que le habían prohibido el Congreso y el Tribunal Supremo Electoral. Ahondando en el equivocado camino que han recorrido antes irresponsablemente otros mandatarios latinoamericanos en los últimos 15 años, el problema de la pretensión 'reeleccionista' de Zelaya no era tanto el ridículo espíritu de salvapatrias que la anima -aunque, al fin y al cabo, se trata de una reforma no del todo descabellada-, sino sobre todo el violentar unas reglas del juego que siguen siendo extremadamente frágiles en estas democracias a medio consolidar. No es de extrañar que los regímenes latinoamericanos con un Estado de Derecho algo más sólido -como Chile, Costa Rica, México o Uruguay- sigan fieles a la vieja práctica republicana de prohibir el doble mandato presidencial consecutivo.

Ahora bien, el criticable error de un líder ambicioso y redentor -pero que ni siquiera está dotado de carisma y, por lo visto en las últimas horas, lo está mucho menos de cálculo político- ha sido ampliamente superado en la lamentable reacción armada auspiciada por los líderes del Congreso, que hunde aún más a la maltratada Honduras en la inestabilidad institucional. El Ejército, azuzado por la última decisión de Zelaya -la de destituir a su jefe del Estado Mayor- ha hecho lo que jamás debe hacerse con las bayonetas. Salir de los cuarteles para cambiar al ocupante del sillón presidencial, detener a los ministros y decretar la ley marcial que otorga al desarrollo de la crisis un giro inaceptable.

En la nueva narrativa política de las Américas, con un creíble presidente demócrata en la Casa Blanca y sin apoyo popular alguno en la región hacia la idea de ceder el poder a los uniformados, los militares sublevados parecen querer escenificar la rápida subordinación al nuevo poder civil que ellos mismos han instalado. El nuevo presidente Micheletti insiste ahora en que este relevo era el que, de forma obviamente tortuosa, marcaba la propia Constitución. Pero -por mucho que el depuesto Zelaya tampoco tenga demasiada fuerza moral para reclamar ahora un respeto al Estado de Derecho que él mismo despreció- lo cierto es que jamás puede formar parte del proceso democrático legal encañonar sin procesamiento previo a un presidente para desterrarle en traje de pijama y sin calcetines.

Después de que se apaguen los ecos más coyunturales y bananeros de la asonada, y asumiendo que los actuales desvaríos no desemboquen en un abierto conflicto al carecer Zelaya de un gran apoyo interno, el episodio tendrá también efectos muy perversos a medio y largo plazo. La simple idea de que el nuevo poder ha llegado de la mano del Ejército tira por la borda años de esfuerzo en acciones de fortalecimiento institucional civil y de creación de una cultura de respeto a los procedimientos que tan difícil es hacer prender entre los políticos y burócratas de la región. Caer en la tentación del atajo de las armas supone el regreso a la casilla de salida de la construcción del Estado de Derecho. Por añadidura, este enésimo triunfo de Sísifo en Centroamérica puede resultar definitivamente descorazonador si gran parte de la población asocia en el fondo el golpe a una reacción de los poderes de siempre contra las ideas bolivarianas de Zelaya, quien, en una acrobacia ideológica previa, había transitado en pocos años desde típico prócer cercano a la oligarquía conservadora hasta su actual condición de 'socialista del siglo XXI' aliado de Venezuela, Nicaragua y Cuba. El triunfo impune del golpe hondureño proporcionaría así una lamentable munición simbólica a estos otros gobiernos que pueden presumir muy poco de respeto a la democracia y al Estado de Derecho.

Con independencia de cuál sea el desenlace de la crisis -que, idealmente aunque de forma poco verosímil en este momento, pasaría por el retorno de Zelaya a su cargo, previa renuncia a sus pretensiones de perpetuación en el poder-, vuelven desgraciadamente a evidenciarse las grandes dificultades para asentar en la región la democracia liberal. Tiene toda la razón el politólogo Guillermo O'Donnell cuando señala el enorme problema de los populismos latinoamericanos que desprecian el adjetivo liberal y, tras apelar a las asambleas originarias, ahondan en la 'desinstitucionalización' erosionando hasta el extremo la división de poderes, los derechos individuales o el procedimiento debido. Pero no es problema menor, desde luego, despreciar el sustantivo mismo y volver a hundir a Honduras en el oprobio de los tanques tomando el palacio presidencial.

Ignacio Molina A. de Cienfuegos, profesor de Ciencia Política en la UA de Madrid y coautor de Avances y obstáculos en el fortalecimiento del Estado en Centroamérica.