Ahora, los carros

Los dirigentes rusos están convencidos de que los estados europeos carecen de la cohesión suficiente para mantener la ayuda que vienen prestando a Ucrania. En la medida en la que las Fuerzas Armadas rusas aumenten la presión –destruyendo ciudades, servicios y centros industriales– los europeos se verán obligados a aumentar la ayuda militar, momento en el que las grietas se harán más patentes. No se trata sólo de cantidad, sino también de letalidad.

En un frente estático y con las fuerzas aéreas paralizadas, el papel de la artillería y los vehículos acorazados gana importancia. Ucrania resiste por el compromiso de su población en la defensa de su soberanía y por la ayuda económica y militar de la comunidad atlántica. Ahora necesita vehículos acorazados. Por un lado, transportes de infantería que le permitan moverse con rapidez y seguridad en el frente. Por otro, carros de combate.

Un carro de combate contemporáneo es un vehículo complejo que requiere tripulantes formados y una cadena logística sólida para garantizar su mantenimiento. Ello implica reducir el número de modelos desplegados. El ejercicio diplomático de enviar carros distintos y en un número limitado choca abiertamente con la operatividad de la fuerza desplegada. Sería importante concentrarse en un modelo. En Europa doce estados disponen del alemán Leopard-2, una máquina excelente. Además, por proximidad geográfica la cadena logística sería fácil de mantener, mucho más que desde Francia, Reino Unido o Estados Unidos, fabricantes del AMX-10, el Challender-2 o el M1-Abrams respectivamente.

El tema urge. Rusia está reordenando sus capacidades y se teme que, en cuanto el tiempo lo permita, lance una ofensiva aprovechando la llegada de refuerzos. Mientras tanto, los aliados continúan discutiendo. El acuerdo sobre las ventajas del Leopard-2 es generalizado, pero Alemania se resiste. Las razones son varias y algunas están enraizadas en la historia.

Europa ha mostrado al mundo hasta qué punto ha perdido sensibilidad estratégica desde que se convirtió en un «protectorado» de Estados Unidos. Al expandirse hacia el este, mediante la incorporación a la Unión Europea y a la Alianza Atlántica de estados vinculados a la órbita soviética, no fue capaz de articular un mecanismo de disuasión frente a la previsible reacción rusa. La posición franco-alemana se impuso a la defendida por las potencias anglosajonas y los estados eslavos, que sí eran conscientes de que esa ampliación acabaría provocando una reacción del Gobierno de Moscú. Franceses y alemanes quitaron hierro a las acciones rusas en Moldavia, Georgia, Crimea y Dombás, convenciendo a sus dirigentes de que tenían vía libre para la invasión de Ucrania. Los vínculos energéticos de Alemania con Rusia, colofón de la política alemana hacia Moscú desde los días del canciller Brandt, confirmaban un compromiso que supuestamente resistiría una nueva crisis en ese país.

Alemania, como Francia, no concibe una quiebra radical de las relaciones con Rusia. Ha tenido que ceder porque ha hecho un ridículo diplomático, sólo comparable al de Rusia en el terreno de las capacidades militares y en el despliegue de sus unidades. Se ha comprometido con sus socios de la Alianza a considerar a Rusia como una amenaza, a China como un «reto sistémico» y a ayudar a Ucrania a derrotar a su invasor. En realidad, Alemania, de nuevo como Francia, no cree en ninguno de los tres compromisos. El eje París-Berlín busca una salida negociada a costa de Ucrania para poder recomponer lo antes posibles sus relaciones con Rusia, que seguirá donde está por mucho tiempo.

Para eslavos, escandinavos y anglosajones resulta evidente que sólo la derrota militar de Rusia puede dar paso a un acuerdo fronterizo, lo que implica dotar a Ucrania de las capacidades militares necesarias. Más aún, de no lograrse produciría el mismo efecto generado por las aventuras rusas previas: animar a los dirigentes de Moscú a nuevas incursiones para tratar de recuperar influencia en su frontera occidental. Sin embargo, para Alemania la entrega de unidades Leopard-2 tiene otras dimensiones.

La primera es también de orden histórico. No hace tanto tiempo que carros alemanes y soviéticos se enfrentaron. La batalla de Kursk está muy presente para cualquier persona interesada en temas históricos o políticos. Sin duda, el enfrentamiento entre unidades acorazadas más brutal de la historia, acaecido tras el desastre alemán en Stalingrado y que se resolvería con una nueva victoria soviética. Kursk se encuentra en territorio ruso, pero muy cerca de la frontera con Ucrania. Durante décadas los alemanes han tratado de restañar las heridas diplomáticas provocadas por la «Operación Barbarroja» y no parecen dispuestos a recrear escenarios de tan tristes recuerdos.

La segunda es el miedo a la escalada, alimentado por las declaraciones de los dirigentes rusos. Para Berlín el esfuerzo debe concentrarse en limitar y aminorar el conflicto, no en echar leña al fuego. Sin embargo, Rusia no se lo va a poner fácil, conscientes como están sus dirigentes de que a mayor presión la cohesión atlántica se quebrará.

Resulta ridículo considerar que estamos «sólo un poquito» en guerra. Son nuestras dudas, inseguridades y falta de realismo lo que alimenta la voluntad rusa. Desde una perspectiva cínica, Francia y Alemania tendrían que asumir que sólo la contundencia puede detener a Rusia y forzarla a un entendimiento. No se trata de evitar «humillar a Putin», en desacertada expresión del presidente francés, sino de convencerle de que no tiene esperanza.

Florentino Portero

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