Aire, por favor

Por Juan Antonio Sagardoy, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (ABC, 14/09/06):

LA historia del hombre es la historia de la libertad. Palabra mágica que ha movido montañas, que ha supuesto luchas sin fin, que ha hecho llorar de alegría o de pena a tantos y tantos a lo largo de los siglos. Es quizá el elemento definitorio y distintivo del ser humano. Ser libre supone la dignidad y ser cautivo la animalidad. Y en esa lucha por la libertad -que fue sin duda la gran aportación de la Revolución francesa- se han conseguido grandes victorias formales y menos reales. Nadie hoy dejaría de proclamar la libertad como valor supremo del ciudadano pero a la hora de la verdad, del diario vivir, esa libertad resulta muy erosionada por el dirigismo burocrático de la Administración.

Evidentemente, el mayor enemigo de la libertad es la pobreza. Ser pobre con el consuelo de ser libre es una amputación de la libertad. Por eso el desarrollo económico, el bienestar es una prioridad de los gobiernos y de los pueblos para no escamotear -en este caso de modo global- lo real por lo formal. Pero conseguido -como ocurre en los países de la OCDE- ese razonable nivel de vida, el empeño ha de ser el imperio real de la libertad.

Bien puede decirse que la lucha del individuo contra el Estado es la lucha por la libertad y paradójicamente, la gran petición de aquél a éste es la seguridad. Seguridad y libertad son los dos péndulos que modelan nuestra vida diaria y curiosamente en estos tiempos en que nos toca vivir donde el triunfo de la libertad es imparable, se ve, sin embargo, empañado por las constricciones que traen los vientos de la seguridad. Hasta tal punto es así que hoy los europeos, si tuvieran que hacer una balanza de ambas coordenadas, muy probablemente se inclinarían por la seguridad aún a costa de la libertad. Seguridad en el orden físico, patrimonial y económico. El europeo de hoy y no sólo el que ha pasado de los 50, no quiere aventurarse, no ama el riesgo, tiene miedo a los grandes espacios sin redes protectoras. Le gusta más conjugar el verbo proteger que el de emprender. De ahí las escasas vocaciones empresariales o de profesiones liberales. En definitiva, el europeo de hoy, al que las sucesivas Constituciones políticas le han dado grandes dosis de libertad, no sabe qué hacer con ella. Le desconcierta e incluso le agobia. Y de eso se aprovechan los Gobiernos, que invaden sin pudor nuestra esfera personal de libertad, para meternos en el invernadero. Ello exige, en una sociedad sana, una rebelión interior de autoestima, de construcción de proyectos vitales, de ser uno mismo. Bien decía Ulpiano que «libertas pecunia lui non potest» (La libertad no se puede pagar con dinero). Hay que salir del cómodo aborregamiento de los pastos y subir a los riscos.

Hace un tiempo, con motivo de la caída del muro de Berlín, me contaba un profesor alemán que el gran drama de los alemanes del Este fue el encuentro con su libertad. Tras muchos años -en la mayoría de los casos toda la vida- de dirigismo absoluto, de «paternidad» estatal, de protección global, aunque en condiciones de estándares mínimos, las personas estaban desorientadas con la libertad que les daba el nuevo régimen político. Se encontraban como el pájaro que ha estado siempre en la jaula, protegido y alimentado y un día se ve suelto por los aires. Normalmente se muere.

Y los que fundamentalmente han de tener esa conciencia de valoración y fomento del riesgo vital, de confianza en el buen hacer de los ciudadanos, de potenciación del convencimiento frente a la coacción, son los gobernantes. Ellos son los primeros que tienen que creer que la libertad da infinitos frutos aun a coste de una menor intervención. Y, con esa creencia, aplicar políticas más abiertas, menos reglamentistas, más confiadas en el buen criterio de los administrados. Eso siempre trae bienes a nivel macro y micro. No deja de ser significativo que los liberales Von Mises y Hayek, predijeran la Gran Depresión del 29 por el tremendo intervencionismo fiscal y monetario. El intervencionismo excesivo reduce el nivel de vida de los ciudadanos especialmente de los más necesitados.

Pero lo que predicamos de los gobernantes hay que aplicarlo también a los ciudadanos. Es preciso -en todos los ámbitos y desde luego en los familiares- fomentar el espíritu liberal combinado con la responsabilidad personal y social. Y para enseñar hay que estar convencido de lo que se enseña. El amor a la libertad tiene que aprenderse en la escuela. Esa libertad que magistralmente definía las Partidas como «poderío que ha todo home de hacer lo que quisiese, sólo que fuerza de ley o de fuero se lo embargue». Pero mal se puede enseñar libertad si los Gobiernos montan los planes de enseñanza, la educación, sobre bases partidistas, sobre moldes de intoxicación y dirigismo intelectual. Es una tentación en la que, sobre todo con enfoques nacionalistas, se cae con frecuencia, con amargos frutos para el desarrollo armónico de los jóvenes. Se les cierra horizontes, se les empequeñece sus mentes, se les empobrece culturalmente. En el fondo el dirigismo esconde un intenso miedo a la libertad, a que cada uno piense con sus convicciones personales.

Pero, dejando aparte el fundamental papel de la educación, en la vida diaria el embrujo que produce el BOE en los gobernantes es permanente, con escaso éxito de la súplica «no nos dejes caer en la tentación»... No es que caigan, es que se tiran en plancha, gozando en la reglamentación minuciosa de toda nuestra vida «para que seamos más felices» Y tan es así que se da la gran paradoja de que, en el ámbito laboral, las huelgas más dañinas son las de celo o reglamento. Es decir, aquellas en las que los huelguistas simplemente aplican la ley de modo literal, rigurosamente. Al hacerlo así, es decir al aplicar la ley con todo el rigor resulta que todo se paraliza: el transporte, las aduanas, los hospitales, etc. Entonces uno se pregunta: ¿Cómo es posible que aplicar la legislación de transporte aéreo, de modo ejemplar, paralice «de facto» el mismo? Algo falla. Y es que al final el legislador viene a decir: esto que ordeno es el «desideratum», lo que habría que hacer, pero..., aplíquelo con sentido común. Eso sí, de vez en cuando para recordar que «lex est lex» se aplica la misma con todo el rigor y de modo ejemplarizante. «Caiga sobre él, el peso de la ley». Peso ciclópeo, mortífero, tremendo. Mala suerte al que le toca.

Y es que las reglamentaciones que jalonan nuestra vida diaria son tantas, tan concretas, tan minuciosas que si las conociésemos todas y las cumpliéramos dejaríamos de existir como seres humanos libres. En materia de medio ambiente, normas tecnológicas de la construcción, comercio, industria y servicios, relaciones laborales, etc., etc. son tantas las constricciones que resultan agobiantes y de difícil cumplimiento. Y ello tanto a nivel del Estado como de las Autonomías. Basta ver en el Estatuto de Cataluña, las veces que se utilizan -al hablar de las competencias de la Generalitat- los términos «regulación, planificación, gestión, coordinación e instrucción». Y además no de modo singular, sino global. Puestos a regular se regula hasta el ambiente atmosférico (art. 144). Es un anecdótico ejemplo de los miles que podrían ponerse. Una sociedad tan dirigida, tan constreñida, es una sociedad paralizada, inerte. Hay que fiarse más de los ciudadanos aunque evidentemente en un Estado de Derecho al que incumple se le sanciona según Ley.

Estos vientos intervencionistas que soplan en toda Europa, pero en nuestro país con mayor fuerza, ha de llevarnos a todos a luchar que no sean de asfixia de nuestra libertad, sino de impulso a nuestra vitalidad. Y ello aunque tengamos que decir, con el gran poeta Búrdalo, que «para alcanzar los años que me habitan, ardieron muchas rosas en mi vida».