Al albur de la intemperie

Espero que la ministra de Cultura hiciera un minucioso informe dirigido a los copresidentes Zapatero y Rubalcaba sobre cuanto vio y escuchó el pasado lunes en el recital de Luis Eduardo Aute en el teatro Alcalá. Tanto por el hecho de que los conciertos de Aute son uno de los mejores termómetros del estado de ánimo de lo que podríamos llamar la generación de la Transición, como porque cada vez que presenta un nuevo disco, como era el caso, incluye -entre rimas, suspiros y juegos de palabras- claves de interpretación del presente más profundas que la mayoría de los ensayos.

Una vez que nuestro crítico musical ya ha rendido justicia al virtuosismo técnico que con el paso del tiempo ha ido arropando la producción y puesta en escena de lo que siempre ha sido un bello ritual sacro de conceptos y sonidos, déjeseme añadir, en el plano de la experiencia personal, que Quiéreme es una de sus más maravillosas canciones de amor -y vaya que si está alto el listón- y que, ahora que estamos en plena campaña catalana, nada refleja tan bien el embrujo de la Barcelona cosmopolita y menestral de los años 60 como su emocionante Somnis de la Plaça Rovira. Todo lo que él encontró en el barrio de Gracia -«on van viure els meus avis, on van néixer els seus fills»-, incluida la horchatería, la farmacia, el tranvía y el gran cinema, lo encontré yo, a una edad muy parecida a la suya, entre las calles Montaner, Aribau, París y Enrique Granados. Conste, pues, el añadido de mi firma a esa declaración de amor a una ciudad y a sus habitantes en una de las más bellas lenguas del mundo.

Pero lo que más ha tenido que interesarles a nuestros copresidentes de lo que les contara la ministra González-Sinde no es nada de esto, sino la reacción emocional del público cuando Aute dedicó al pueblo saharaui la canción Intemperie que sirve de título al disco. Cualquiera diría que la primera estrofa fue escrita pensando en que podría darse una situación como la que estamos viviendo: «Emboscado en las entrañas de una travesía / de cien mil desiertos que no admiten vuelta atrás / siento que el camino que he quemado cada día / me conduce, cuando acaba, a otro desierto más». No sólo la palabra «desierto» sino el propio concepto de un interminable viaje entre engañosas dunas cuyo itinerario desemboca siempre de forma fatal en la casilla de salida evocaron de inmediato el triste destino de este pueblo nómada irredento e hicieron aflorar la mezcla de solidaridad y mala conciencia que recorre de forma muy transversal a la sociedad española, justo cuando se han cumplido 35 años del infame abandono de nuestras responsabilidades coloniales.

Lo que empezó siendo sólo un rotundo aplauso fue fraguando en algo mucho más hondo que enlazó el bello alarido que Pilar Jurado incrustó en la canción Atenas en llamas con el estremecedor redoble de los 12 tamborileros de Calanda que irrumpieron en el teatro para sellar el homenaje a Buñuel y su perro calándaluz. Todo terminó de adquirir sentido -el sentido de la desazón- cuando el concierto concluyó con el nuevo «canto de las sirenas» que debe poner en guardia a Ulises: el de los camiones de los bomberos, el de las lecheras de la policía, el de las ambulancias, el de las alarmas antirrobo que ululan cada día entre los escollos de nuestra navegación urbana.

Si Aute captó como nadie esa triste impotencia de corazones encogidos con que presenciamos en el 75 los brutales estertores de la dictadura -«No sé qué estrellas son esas / que hieren como amenazas, / ni sé que sangra la luna / al filo de su guadaña»- o desnudó con mirada de águila la impudicia de la España del pelotazo de los 90 y del ladrillazo del nuevo siglo -«Míralos, como reptiles / al acecho de la presa / negociando en cada mesa / maquillajes de ocasión»-, ahora acaba de levantar acta de este invierno de nuestro descontento que empieza a durar ya demasiados años.

La suya es la perplejidad del idealista racional, desbordado por una maquinaria implacable que nadie parece a estas alturas en condiciones de controlar: «Y aunque sé que ya no existen mapas inocentes / voy a la deriva como va mi poca fe / en creer que puedo huir de la Hidra Inteligente / ese Pandemónium del Poder que nadie ve».

Hasta los mayores defensores del liberalismo político y económico tenemos que reconocer que cada día es mayor la sensación de que hay una serie de procesos como la globalización de las transacciones financieras, la contaminación medioambiental o, a escala continental, este extraño modelo de construcción europea, basado en una moneda única para 16 políticas económicas distintas, que se nos han ido por completo de las manos a los ciudadanos. Son ya demasiadas veces las que notamos cómo nos alcanza y oprime alguno de los tentáculos de un Leviatán universal al que ni siquiera somos capaces de ponerle rostro. Creer en la eficiencia de la mano invisible que regula los mercados empieza a requerir enormes dosis de entregada buena fe.

Todos los fracasos de la ONU, la OTAN, el Ecofin, el Eurogrupo, el G-7, el G-8, el G-9 y el G-20 empiezan a acumularse ya como capas freáticas de un recalentado asfalto en el que nos sentimos crecientemente atrapados, y la pregunta que va abriéndose paso es cuánto tiempo podrá aguantar nuestro modelo de sociedad si no se encuentran soluciones que permitan regresar al crecimiento y la creación de empleo y si no se habilitan mecanismos eficaces para gobernar los problemas que la globalización ha traído o acentuado. La paciencia humana no es ilimitada, la capacidad de encajar el sufrimiento o la injusticia tampoco.

Y hétenos aquí que, como suele suceder tan a menudo en la psicología colectiva, de repente un episodio minúsculo desde la escala planetaria que nos estamos acostumbrando a aplicar a todo, se convierte en el epítome de lo que es inaceptable que pueda perpetrarse ante nuestra pasividad, no digamos nada en nuestro nombre. Ese es el significado que ante la inmensa mayoría de los españoles ha adquirido el desmantelamiento del campamento saharaui instalado junto a El Aaiún y la subsiguiente represión marroquí. Se ha cruzado una de esas delgadas líneas rojas, uno de los límites morales que ciudadanos de muy diversas ideologías, pero con una experiencia histórica común, no pueden tolerar ver vulnerado.

Hace tiempo que en nuestro imaginario compartido hemos situado a los saharauis a mitad de camino entre los pobres negritos a los que iba cada año la colecta del Domund y los valerosos habitantes de la aldea gala de Astérix. Su desvalimiento, la desproporción de sus recursos frente a los de sus enemigos, su carácter de grupo étnico en peligro de extinción… todo ha movido a la sociedad civil a protegerles. La suya era la última causa romántica que podía abrazarse en nuestro entorno geográfico y de ahí los viajes a sus campamentos, la sistemática acogida veraniega de niños saharauis por familias españolas y el ritual de las manifestaciones con sus atuendos y banderas en las que el PSOE ocupaba siempre las primeras filas y controlaba los megáfonos.

Muchas personas me han comentado la fuerte tensión que dejaba traslucir el rostro inesperadamente sombrío de la casi siempre jovial nueva ministra de Asuntos Exteriores durante la conversación que mantuvimos el martes en La Vuelta al Mundo. No es difícil entender lo duro que está teniendo que ser para ella pasar de estar detrás de la pancarta a ponerse enfrente de los manifestantes. Sobre todo cuando eso implica dar por buena la zafia brutalidad desplegada una vez más de palabra y obra -ya lo hicieron durante la huelga de hambre de Aminatu Haidar- por las autoridades marroquíes.

Es indiscutible que hay muchos intereses estratégicos en juego. Que, al margen de si los fosfatos del Sáhara representan el 2% o el 12% del total de los que explota Marruecos, implantar un nuevo Estado en un territorio del tamaño de la mitad de España con sólo 300.000 habitantes de población sería difícilmente viable. Que además el Sáhara ocupa el extremo atlántico de una franja transversal que coincide con las rutas de penetración del islamismo radical en esa zona de África. Que la frustración y la falta de proyecto que para el ejército marroquí supondría tener que dejar el Sáhara sólo traería peores quebradores de cabeza a España y que la mera hipótesis de ver instalado en Rabat un gobierno integrista como el que hubiera ganado en Argelia si los militares no hubieran abortado la segunda vuelta de las elecciones del 91, supone para nosotros una pesadilla.

El Gobierno dispone, pues, de argumentos para defender una postura de neutralidad activa en el impulso del acuerdo entre las partes que apadrina la ONU e incluso se puede alegar que sólo en ese contexto será viable el ejercicio de la autodeterminación de los saharauis. Pero todo esto que resulta convincente cuando lo expone alguien ducho en la materia, debe ser compatible con una respuesta rotunda ante cualquier recurso a la violencia para afianzar un statu quo que sólo podemos aceptar como provisional. Eso es lo que se ha echado en falta desde el primer momento pues, por mucha confusión que haya sobre el número de muertos y las propias circunstancias del fallecimiento del ciudadano español arrollado por un vehículo policial, hay tres hechos que no tienen vuelta de hoja: la destrucción del campamento, las detenciones y torturas de docenas y probablemente cientos de saharauis y el apagón informativo que ahora se pretende mitigar abriendo una mezquina rendija que no garantiza ni la transparencia ni el pluralismo.

Todo esto era suficiente para haber formulado una condena expresa del comportamiento de Marruecos en su forma de administrar de facto el territorio del que España salió huyendo. Y sólo una mediación mucho más explícita al servicio del más débil con encuentros a nivel ministerial al menos con el Polisario, Marruecos, Argelia y Francia hubiera justificado una prudencia que todos hemos interpretado como debilidad y condescendencia. La falta de experiencia de la ministra de Exteriores, los patinazos de Jáuregui, el atolondramiento de Marcelino Iglesias y sobre todo el descarnado utilitarismo de Rubalcaba han transmitido la percepción de que este Gobierno y este PSOE son incapaces de proteger los intereses nacionales sin abandonar los valores que decían defender.

Desde mi punto de vista es más un problema de incompetencia que de cinismo político -por muy consustancial que este atributo sea al copresidente-, pero comprendo que los votantes del PSOE no puedan contentarse con esa explicación y que después de todo lo ocurrido en materia económica -total, para seguir hundidos en la miseria- tengan la sensación de que llueve sobre mojado. O que, por decirlo con las palabras de Aute, este es un Gobierno «perdido al norte, al este, al oeste y al sur» que, al haber renunciado una y otra vez a sus señas de identidad, está ya permanentemente «al albur de la intemperie». Sin techumbre intelectual, ni cobijo ideológico cualquier tormenta monetaria o viento del Sahel puede dejar su esqueleto macilento en evidencia. Y encima sin que ellos terminen de entender -véase la impotencia y desorientación de Zapatero en el pleno sobre el desempleo- ni por dónde les da el aire.

El colapso de la nueva izquierda, el republicanismo cívico, la democracia bonita y el buen talante no son sino el reflejo de la falta de rumbo del socialismo europeo, desalojado del poder de todos los grandes países de la UE e incapaz de ofrecer respuestas «progresistas» a la tremenda crisis que nos azota. Tras la caída del Muro de Berlín y el naufragio paulatino del llamado Estado del Bienestar ya nadie sabe cómo hacer política de izquierdas más allá de cuatro adornos destinados mayormente a molestar a las familias tradicionales. Por eso hay cada vez más ciudadanos de su cuerda decididos a dar la espalda al proceso electoral, tanto si comparece el PSOE de Zapatero como si lo hace el de Rubalcaba. «Lo que sucede es que ya no sucede nada / no sucede nada, nada, nada, nada / entre tú y yo». Cuidado porque el día que el centro derecha haga también suyo este estribillo de otra de las nuevas canciones de Aute, nuestra democracia estará vista para sentencia y no será sólo un Gobierno el que quedará «al albur de la intemperie».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo