Después de haberme dedicado estos últimos días a leer, en francés, la voluminosa obra de Serafín Fanjul La quimera de Al-Andalus, debo repetir una evidencia que a veces olvidamos: los periódicos y los libros no tienen en absoluto la misma función. Ningún artículo podría dar cuenta del enorme poderío de la obra de Fanjul. No solo hay que leer las 900 páginas de la edición francesa –publicada 15 años después del original español– sino también las notas al final de los capítulos, que son igual de apasionantes. Estas notas demuestran los inmensos conocimientos de Fanjul, tanto del árabe como del español, y deberían hacer callar a los polemistas a los que no les gustan las conclusiones del autor, pero que no tienen ni la milésima parte de sus conocimientos. Sin duda, mis observaciones se producen después de la batalla intelectual que ya tuvo lugar en España cuando se publicó el original; según me dicen, fue violenta y, en general, de mala fe.
Seguro que Fanjul es en parte responsable de la controversia, porque, lejos del estilo sobrio de los profesores universitarios, no se contenta con mostrar los hechos, sino que también fulmina a sus adversarios con júbilo. En pocas palabras, para resumir un trabajo tan significativo, y espero que Fanjul, a quien no conozco, me perdone, su libro destruye, piedra a piedra, tres mitos fundamentales de la historia española. El primero es que los árabes introdujeron, mediante su conquista y la creación de Andalucía (mucho más vasta que la comunidad autónoma actual), una civilización refinada en una España medieval, por lo que el progreso y la Ilustración habrían llegado por el sur. El segundo mito es el de la cohabitación pacífica entre las tres culturas, la musulmana, la judía y la católica, que habría engendrado especialmente la magnífica Córdoba. Y por último, que la civilización española actual es profundamente mestiza por estas tres aportaciones. Pero esta bonita historia es una quimera; la deconstrucción del mito por parte de Fanjul quizá sea radical, pero me parece que es, tanto si nos alegramos de ello como si lo deploramos, bastante irrefutable. Al leerlo, se deduce claramente que España empieza antes de los moros y que continúa después, heredera sobre todo del Imperio Romano y de los invasores godos. Lo sorprendente es que, a pesar de siete siglos de presencia en España, los musulmanes hayan dejado tan pocas huellas después de su marcha. Fanjul aclara esta paradoja. En aquellos tiempos antiguos, cada uno se definía básicamente por su religión y pertenecía a una comunidad ante todo espiritual. Solo se casaban dentro de su comunidad y las relaciones con las demás eran distantes y hostiles. La España de las tres culturas no fue más que un régimen de apartheid en el que, por turnos, la comunidad de los vencedores, los musulmanes, y luego los católicos, imponía brutalmente su voluntad a los demás. Solo los judíos, poco numerosos y sin poder, nunca impusieron nada. Este modelo premoderno de sistema comunitario religioso fue durante siete siglos el principio fundador del Imperio Otomano, y la desintegración de Yugoslavia, en 1991, atestigua hasta nuestros días lo que puede ser la naturaleza definitiva de la pertenencia religiosa, sin diversidad.
A título personal, y antes de leer a Fanjul, el mito de Al-Andalus siempre me había dejado perplejo. Cuando fui a Córdoba, me sorprendió el culto que se rinde allí a Maimónides, con una estatua imaginaria que se supone que lo representa; si los musulmanes de España eran tan tolerantes, ¿por qué diablos Maimónides tuvo que huir y refugiarse en casa de otros musulmanes en El Cairo? También me habían advertido del carácter mítico y político de Al-Andalus debido al lugar que ocupa en el discurso de los islamistas árabes de Egipto. Los teólogos de la Universidad de Al Azhar en El Cairo no cesan de tranquilizar a sus visitantes europeos respecto a la coexistencia necesariamente pacífica de los musulmanes, los cristianos y los judíos, porque Al-Andalus es la prueba histórica de ello. Pero esta prueba es un invento de los islamistas que sueñan con la reconquista. Que ellos alimenten el mito es comprensible, pero ¿por qué se alimenta también en Europa? La antipatía de un sector importante de los intelectuales españoles hacia la Iglesia católica es una de las explicaciones, porque estos toleran mal que España y la Iglesia se hayan asociado durante tanto tiempo y, por tanto, les conviene magnificar los otros elementos no cristianos. Los franceses tienen también su parte de responsabilidad, en la que la búsqueda de exotismo rivaliza con el odio a la Iglesia. Prosper Mérimée, de viaje por España, veía árabes por todas partes, como si España no existiese y, por ignorancia, les atribuía la arquitectura románica y gótica. Para los románticos de ayer y de hoy, las corridas y el flamenco tienen que ser árabes, mientras que Fanjul demuestra que son realmente españoles y que surgieron mucho después de la marcha de los árabes.
Más allá del libro de Fanjul, y para aterrizar en nuestra época, el invento de Al-Andalus también permite negar la unidad de España, inventar diversidades provinciales que no existen, y construir, partiendo de estas historias míticas, carreras políticas totalmente contemporáneas. Este Fanjul incomoda con su pasión por los hechos, que, lo reconozco, son mucho menos interesantes que las fábulas.
Guy Sorman