Al cine español le crecen los enanos

Por alguna razón que se me escapa, de manera intermitente el cine español recibe algún sofión que le deja malparado durante un trecho. Luego se recupera con el tesón de un par de buenas películas que ponen en entredicho los adversos ataques.

El último es el artículo de John J. Healey, publicado en EL PAÍS el 2 de agosto, en el que afirma que el principal problema de nuestro cine es, al parecer, una maldición lingüística y ontológica ya que ni el español que hablamos ni nuestras formas y maneras los soporta la cámara, que en cambio admite divinamente las del Japón, según clarificador ejemplo del autor.

Hace tiempo que conozco a John J. Healey. Recuerdo especialmente un paseo juntos, por el barrio del Village de Nueva York en animada charla sin darnos cuenta de que el frío rozaba los 25 grados bajo cero. Ha nevado mucho desde entonces y nuestros encuentros siempre han sido esporádicos pero afectuosos. Por eso he leído con mucho interés su artículo.

Al interés ha seguido, sin embargo, cierta perplejidad; pues si bien es cierto que el tema que aborda tiene el atractivo de una necesaria controversia -la forma de hablar de los españoles reflejada en el cine-, conforme va desarrollando su peregrina teoría de por qué esa forma es incompatible con el séptimo arte, los argumentos van adelgazando en consistencia hasta llegar a una cierta inanidad confusa.

Trataré de sistematizar un poco algunas de sus sorprendentes afirmaciones adelantando que las refutaciones carecen de afán gremial o de sentimiento nacional afectado.

Conviene establecer con cierta prontitud dos premisas: en primer lugar, que, en efecto, algunos intérpretes jóvenes (y no tan jóvenes) carecen de una emisión bien articulada en los diálogos de nuestro cine y adolecen de un divagatorio sentido de las entonaciones morfológicas de la lengua.

Y en segundo término, que el empobrecimiento del lenguaje, su deriva prosódica y el uso de su estructura, es un fenómeno para nada exclusivo de este país ni de la idiosincrasia de sus habitantes, sino que está avisado en muchas sociedades desarrolladas en donde se aprecia un paulatino embrutecimiento de la expresión, cada vez más cercana a la emisión gutural que al lenguaje articulado.

Las causas de este empobrecimiento serían largas de exponer y tienen ya dedicados algunos estudios sociológicos de cierto fuste; pero una de ellas y que atañe claramente a España es, por una parte, la dejación de ciertas preceptivas en la enseñanza -entre ellas, la lectura fonética- y unos mínimos rudimentos de latín y griego. Y otra, quizá más poderosa, es el embate de lastécnicas veloces de comunicación que afectan a los medios de expresión públicos, principalmente al medio televisivo: casi todos los comentaristas y locutores pervierten la entonación del español dejando las frases en un limbo idiomático -tirando por cierto hacia la entonación inglesa-, con casi todos los finales en ascendente y en una cantinela tan artificial e irritante que a veces es difícilmente soportable.

Pero todo esto, que es señalado muchas veces por escritores y por diversos sectores de la cultura, se está dando también, y de manera alarmante, en países de fuerte tradición teatral como Inglaterra y, sorpréndase nuestro amigo americano, en Estados Unidos desde donde, enseguida veremos, irradia parte del influjo uniformador que estamos comentando.

Si contemplamos de nuevo las películas de Ford, de Mankiewicz o de Wilder notaremos que sus intérpretes tienen una sorprendente claridad de articulación, perdida en casi todo el cine que sale actualmente de los estudios americanos, lleno no solo de diálogos tópicos, de una filosofía simplista que hace enrojecer, sino de una apabullante vulgaridad de léxico.

Ello no anula desde luego el esfuerzo y el resultado de excelentes películas que todavía nos vienen -cada vez en peligrosa mengua- de ese país.

No es cierto que en España no puedan trabajar actores extranjeros que tengan acento. Geraldine Chaplin, por ejemplo, que habla un estupendo español, pero que no ha perdido su fuerte deje anglosajón, ha hecho, y sigue haciendo, un número considerable de películas en este país; por una de las últimas obtuvo un Goya de la Academia. Hay otros ejemplos.

No es cierto tampoco que la pereza en la locución que apreciamos en algunos intérpretes jóvenes -y no tan jóvenes- tenga que ver con el doblaje. Este fenómeno aberrante fue más un método coercitivo contra las otras lenguas españolas durante el franquismo que una uniformidad prosódica. La prueba irrefutable de ello es que el fenómeno del balbuceo actoral no existía en las épocas de apogeo del doblaje en las que hubo memorables intérpretes dueños de su oficio.

No, la pérdida del sentido en la inflexión y tonalidad del idioma viene precisamente desde que el inglés americano ha comenzado a ser realmente una lingua franca que entienden e imitan muchos actores y, repito, una legión de comunicadores públicos.

Desde hace más de dos décadas, los métodos del Actor's Studio o del viejo Strasberg han recorrido de manera casi evangélica Europa. Amparados en el ejemplo de algunos actores de enorme talento, como Brando, Pacino o Robert de Niro, se han ido estableciendo los clichés de un naturalismo inerte y descomprometido con la palabra. Ese naturalismo predicado, y ciertamente uniformador, desembarcó en España en forma de talleres y seminarios, no solo con profesores norteamericanos, sino con profusión de argentinos que se establecieron aquí a raíz de la dictadura militar (otros beneficios habrían de traer, sin embargo, pero no el de la palabra).

He asistido a las clases del Actor's Studio y a algunos de los mencionados talleres y seminarios y he comprobado cómo el lenguaje, la palabra, se iban diluyendo -aquí y en Estados Unidos- en un elemental psicologismo emocional, en ese naturalismo primario que teme y evita la forma rotunda y comprometida de la palabra. Un naturalismo que nada tiene que ver con la realidad del arte que implica, necesariamente, el dominio de las distintas técnicas.

Respecto a la creencia metafísica con la que concluye su artículo John J. Healey de que "todavía hay algo en la manera de ser de los españoles" (¡no ya de hablar, sino de ser heideggerianamente!) "que se sigue perpetuando y que, sencillamente, no va con el cine", no puede ser refutada al no entrar en los principios de la lógica, de la que se extrae, sin embargo, la siguiente enseñanza: desipere est juris gentium (desvariar es un derecho de la gente).

Eusebio Lázaro, actor y director de teatro.