Al encuentro de la belleza

Salir al encuentro de la belleza hoy exige un radar más amplio sobre los límites del concepto. No solo es acercarse al arte tradicional sino al actual, no es admitir la naturaleza como belleza, sino fundirse en ella. Hasta hace poco el encanto estaba en los amaneceres, en los lienzos, en un tablao, en un soneto, en una chicuelina, en determinadas películas que nos expresaban un placer sensorial o emocional. Ahora, nuestra percepción de la belleza se complementa a nuestro alrededor con nuevos añadidos superando su perímetro convencional. La deforestación amazónica, según advierte la Ecological Society de Alemania, Suiza y Austria, tiene el ingrato mérito de incrementar la biodiversidad y con ella lo majestuoso; en África los safaris fotográficos exceden en ingresos y puestos de trabajo a los de trofeos, en especial en Tanzania; en España, en las fincas se alquilan ‘hides’ para observar en un comedero de pájaros, una carraca, una familia de arrendajos, o cómo merodea una garduña o una gineta en lo frondoso.

El hombre es un ser visual. Antes, su placer espiritual o material se conducía a través de unos intermediarios que eran los conocedores. Eso en buena medida acabó: la codicia por lo atractivo se ha vulgarizado, hasta el punto de que muchos prefieren fotografiarlo que contemplarlo. La belleza ya no tiene la obligación de depender de la ‘certezza’ de un Govanny Morelli (inventor del término ‘conoscitore’ o ‘connoisseur’), como especialista del refinamiento. La experiencia de estos expertos estaba más ligada a la intuición que a una titulación académica. Su amateurismo por la pintura, la gastronomía, el vino… los ha llevado a veces a esnobismos ridículos. Para alguien acostumbrado a oír a sus paisanos riojanos catar, con boina y miga de pan, un vino cosechero y como toda aprobación mascullar «está rico», no deja de ser chocante encontrar a un conocedor que al hundir su faz en la copa asegure: «la nariz es una fiesta». Apunta el multimillonario Buffett que si quieres conocer al mejor asesor financiero, lo encontrarás en el espejo a la hora de afeitarte. Con el gusto por lo bueno ocurre lo propio. Como nos trasladan los ingleses: «the beauty is in de eye of the beholder...». La originalidad de Morelli fue al analizar una obra prescindir de su documentación (herencias, títulos de propiedad, testigos) y centrarse en la obra en sí, que le ofrecía la posibilidad de un juicio dirimente. Algo que explotó Bernard Berenson, el conocedor más sofisticado de todos los tiempos, capaz de confirmar con su sello un Tiziano, entre un lote de treinta y cinco, en la mayor colección británica de la época. Hoy al facilitarse el acceso a la belleza -vía televisión o internet-, los conocedores han experimentado cierto declive, como le ocurrió al zahorí o al rapsoda hace cincuenta años. El crítico no es un ser superior, sino un opinante más. Ninguno, por bueno que sea, puede sin sonrojo establecer los cánones de lo que entendemos por hermoso. Los comentarios de Tom Wolf en arte, Harol Bloom en literatura y David Attenbourgh en Naturaleza… siguen siendo espléndidos, pero ya no son una escritura.

Recuerdo a un conocido, alto consejero de Revlon, que cada vez que iba a Chicago se dirigía a su Instituto del Arte para ver solo una obra ‘Excavación’, de Willen de Kooning (generación de Pollock, Rothko, Kline…) cuando otro hubiera podido centrarse en el grupo de abstracciones biomórficas de ‘Woman’, del mismo autor, que por lo general tienen gran aceptación. Con los años me enteré que el museo de Chicago, cuando prestaba obras para otras exposiciones dentro de USA exceptuaba ‘Excavación’, lo cual daba la razón a mi amigo. ¿Casualidad? ¿Percepción más educada? ¿Antes muerto que sencillo? No lo sé. Me quedé perplejo, pero desde mi ignorancia seguí en desacuerdo. Como la belleza hoy permite ser admirada sin desplazamiento, usted gracias a internet puede valorar ahora mismo si ‘Excavación’ le gusta más que alguna de las impactantes ‘Woman’ de la serie de W. de Kooning. Hace poco no podríamos tener esta amistosa discusión, y mi amigo o el curador de Chicago, tendrían la última palabra.

Hubo un tiempo en que la última palabra sobre la belleza la tenían los políticos. Los conocedores eran censores. Recordemos el rechazo que para muchos tuvo el Guernica de Picasso, las esculturas de Julio González o las Elegías de la República Española de Motherwell, que hizo del color negro el símbolo de su derrota, y proporcionó con ellas el lujo más prohibitivo a las grandes fortunas, contraviniendo las intenciones para lo que fueron pintadas. Al hilo de esta reflexión de las etiquetas políticas tengo otra experiencia personal, todo un ‘flash’ inesperado. Iba a asistir a una audición en la sala Tchaikovski de Moscú. No recuerdo el nombre del concierto pero no olvidaré la sala, que no es de las más conocidas. Enorme, sin palcos ni anfiteatros, con vocación de visión igualitaria; blanca en su totalidad, incluidas las butacas; adornada con la más exagerada desnudez, y como colofón diseñada después de múltiples tragedias personales bajo las indicaciones del propio Stalin, pero a mí aquella sobriedad arquitectónica me gustó. Compartir una idea de belleza con Stalin indica que la belleza está por encima de la ideología, aunque no creo que él fuera tan condescendiente.

Experimentar la belleza es algo común. Huelga decir que algunos disfrutan más observando unos ojos verdes o las cabriolas de un bando de avefrías, que asistiendo a un museo que pronto empalaga. Los árboles desconozco si tienen sentimientos, pero desde luego expresan belleza: la penumbra verde del bosque, el cambio clorofílico de la hoja, la brisa del hayedo, las sustancias odoríferas que ahuyentan plagas o acogen abejas, la belleza en el matorral del rojo del escaramujo entre la nieve. Son gracias superiores a las de la paleta de cualquier artista o a la delicadeza de la más fina porcelana; si el valor de su obra puede medirse por un precio en el índice Sotheby’s, la exhibición de una alfombra de anémonas a la sombra de un roble demuestra una superioridad incalculable.

La belleza rabiosa de hoy genera nuevas ideas. El Faro con entrañas de bronce de Cristina Iglesias en San Sebastián, quizás anime a un joven a integrar mañana lo inesperado: unas turbinas abandonadas en un chatarrero podrían suponer el contrapunto a una estética para entonces ya vetusta; nadie las fabricó como arte y quizás no lo sean, pero tal vez nos inviten a mirar de otra manera o nos proporcionen, como diría Kenneth Clark, «un momento de visión, que es por lo general lo que define lo bello».

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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