Al Qaeda pierde, los hermanos ganan

El año 2011 ha sido testigo de dos acontecimientos con hondas repercusiones sobre la evolución de las relaciones internacionales: la caída de Bin Laden y las revoluciones árabes. Ambos han recibido, por separado, una gran atención en los medios de comunicación, pero no se ha insistido lo suficiente en las poderosas conexiones entre el uno y el otro. La eliminación del líder yihadista simboliza el fin de esta guerra de los diez años que tiene su origen en el agresivo desafío lanzado por Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001 en pleno corazón de la superpotencia norteamericana. Una década después, Al Qaeda solo conserva ya su fuerza en ciertos territorios marginales fuera del control de estados débiles en el Sahel, Yemen y Somalia. Pero a pesar de estos coletazos, se puede afirmar que Al Qaeda ha sido derrotada en tanto que la principal amenaza para la seguridad mundial en la que se había convertido. Y esta derrota ha sido desde luego militar y policial, a manos de los Estados Unidos y sus aliados. Pero quizás sea aún más relevante el hecho de que la derrota haya sido también ideológica y política como consecuencia de los cambios revolucionarios registrados hasta el momento en Túnez, en Libia y, sobre todo, en Egipto. Estas transformaciones, de un alcance histórico difícil de exagerar, han liquidado los regímenes que habían surgido de las independencias árabes en los años 50 y 60, y han abierto procesos de democratización que han alcanzado también a monarquías reformistas como la marroquí. Y las elecciones convocadas en los últimos meses en estos países han dado la victoria a partidos islamistas directa o indirectamente emparentados con los Hermanos Musulmanes. Su llegada al poder de la mano de un amplio apoyo popular significa, ni más ni menos, que éstos han vencido a los yihadistas en el pulso para ganarse los corazones y las mentes de los árabes.

Es cierto que el conflicto sangriento entre Occidente y Al Qaeda de los últimos años ha opacado esta otra pugna de naturaleza más ideológica que tenía lugar en el interior del movimiento islamista, enfrentando a los partidarios de la yihad global con los que defendían la transformación de los regímenes árabes por vías exclusivamente políticas. En realidad, la Asociación de los Hermanos Musulmanes, fundada en Egipto en 1928, fue durante mucho tiempo la casa común de todos los islamistas. Pero ya en los años 70 se produce una bifurcación ideológica en el movimiento que podemos ilustrar con el itinerario de dos egipcios que compartieron militancia en la cofradía. El primero de ellos es Ayman el Zawahiri, un médico de 60 años que dejó a los Hermanos para unirse al grupo terrorista que acabaría asesinando a Sadat. Años después se convertirá en el líder de Al Qaeda tras la muerte de Bin Laden. El otro personaje es Mohamed Badie, un veterinario elegido en 2010 como Guía Supremo de los Hermanos Musulmanes. A diferencia de su antiguo correligionario, Badie nunca abandonó la paciente apuesta por aumentar la influencia religiosa, social y política de la cofradía en Egipto.

Los yihadistas, en cambio, no solo consideraban que esta larga espera era inútil sino que criticaban duramente a los Hermanos por participar en el juego político de los estados «impíos», prestándoles así su legitimación. Para ellos, la situación estaba madura para pasar a la ofensiva y conseguir la adhesión de los musulmanes en todo el mundo mediante la realización de atentados espectaculares contra el imperio y sus aliados. Podría parecer un planteamiento utópico, pero la victoria en Afganistán frente la URSS, toda una superpotencia mundial, les dio alas para pensar que la relación de fuerzas estaba cambiando a su favor. De ahí surgen los planes para el 11 S y los choques de esta última década. Lo cierto es que durante unos años esta doctrina guerrera despertó en muchos jóvenes de la región un fuerte atractivo, muy superior al que inspiraban las grises políticas posibilistas de los encorbatados Hermanos. Sin embargo, son estos los que viven ahora el momento dulce de la victoria popular.

Y desde nuestra perspectiva se podría pensar que es también la hora del triunfo intelectual de Huntington sobre Fukuyama. En efecto, la llamada primavera árabe parecía anunciar una nueva extensión de la democracia liberal, que se sumaba así a las oleadas anteriores en Europa del Este, Asia, América Latina y el sur de Europa. Tras los éxitos electorales islamistas, esta manifestación de optimismo liberal, que asociamos con la obra de Fukuyama, daba paso a una interpretación más huntingtoniana en la que los valores no son ya universales sino que proceden de civilizaciones que marcan aún más sus diferencias para dar respuesta al deseo de pertenencia que provoca la globalización.

Ahora bien, a pesar de sus méritos respectivos, ninguno de estos dos grandes relatos de las relaciones internacionales dan plena razón de los desafíos que se viven en esta parte del mundo. Por el contrario, Arnold Toynbee se adelantó a ambos autores al ofrecer algunas claves culturales que conservan plena vigencia para desentrañar los actuales dilemas árabes. En efecto, el historiador británico se refiere a las diferentes reacciones en la sociedad judía de principios de nuestra era ante los avances del imperio romano, para explicar de forma más general cuáles son las diferentes estrategias que puede desarrollar un pueblo ante el reto planteado por una cultura extranjera más potente y dinámica que la propia. Una primera respuesta sería la de los zelotes, encerrados en un meticuloso cumplimiento de la tradición que se combina con una insurrección violenta que algunos han visto como un antecedente remoto del terrorismo. La otra opción sería la defendida por los partidarios de Herodes el Grande, que propugnaban una adaptación al poder dominante de los romanos hasta aprender de ellos lo necesario para fortalecer a la cultura judía. No sería difícil encontrar analogías con ambas visiones en la actual relación entre los países árabes y Occidente: los yihadistas serían un trasunto islámico de los zelotes, mientras que los regímenes surgidos de la independencia habrían desarrollado pautas propias de los herodianos. Sin embargo, Toynbee considera que ninguna de estas alternativas es la adecuada para enfrentarse con un desafío semejante. En su opinión, la respuesta más prometedora vendrá de la búsqueda de una síntesis entre la cultura dominante extranjera y la cultura local que quiere seguir siendo ella misma.

¿Dónde situar a los Hermanos Musulmanes en este dilema que viven los países árabes? Pues bien, esta cuestión está todavía abierta, pero lo cierto es que en el movimiento islamista conviven los zelotes integristas con otras tendencias que reflexionan, con todas las contradicciones que se quiera, sobre cómo impulsar procesos de modernización política y económica a partir de categorías propias. Por el momento hay no pocos interrogantes sobre el papel que los Hermanos reservan a la mujer y también incertidumbre sobre cómo se vaya a aplicar una concepción de la democracia que no es necesariamente liberal. Y allí donde existe, la minoría cristiana contempla con aprensión la posibilidad de una creciente islamización de la sociedad bajo la presión añadida de los salafíes. El camino no será fácil, pero otros países musulmanes como Turquía e Indonesia han demostrado que la síntesis cultural es el enfoque con un mayor potencial para encontrar fórmulas viables de modernización.

Por Fidel Sendagorta, diplomático.

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