¿Al suelo, Venezuela?

Cuando Antonio Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados gritando “¡al suelo!” y disparando al techo, yo, venezolano nacido en democracia, pensé con dolor: “¡Pobre España!”. Arrellanado en un cómodo sillón, imaginaba que la libertad había llegado a mi país para quedarse y que el bienestar generalizado era cuestión de una o dos décadas. No podía estar más equivocado: hoy el asedio a la libertad en Venezuela es brutal y campea la pobreza en todos los ámbitos. Pero este asalto a la democracia ha sido más sutil que el de Tejero. También, claro, requiere ponernos a nivel del suelo, pero no del físico, sino del cognitivo: viene de la mano de la quiebra de la lengua.

Todo poder que aspira a meter en cintura a una sociedad debe controlar la lengua: ella es la llave que nos hace el universo inteligible, es la aduana de nuestra mente. De no ser sincronizada con el régimen, podría alguien gritar “el rey está desnudo”. Y podría otro prestarle atención, lo cual sería muy grave. Lo óptimo, lo total, es que nadie pueda emitir el grito. Ello es imposible: siempre quedan cabos sueltos de libertad. Pero sí es factible lograr que muchos —masas crédulas y dependientes del poder— miren como loco o malvado a quien grite, a quien no acate la versión oficial.

La versión oficial de Venezuela cuenta que somos tropa —no ciudadanía— que libra una heroica batalla permanente contra el imperialismo de turno —español ayer, estadounidense hoy— y sus aliados regionales y locales —lacayos, gusanos, disociados, fascistas, parásitos, gorilas, bacterias, excrementos— bajo el liderazgo eterno de Hugo Chávez o sus sucesores —hijos de Bolívar— y con dos responsabilidades de talla: forjar la unidad de Latinoamérica y salvar la humanidad. La estabilidad del régimen actual, de ínfimo rendimiento en lo que a solución de problemas concretos se refiere, depende en altísimo grado de que lo anterior sea creído por muchos. Y, por ahora, lo ha logrado.

Superponer a la prosaica realidad un relato grandilocuente y fijar en él nuestra atención es posible con aludes de propaganda, creíbles solo por la disminución de nuestra capacidad de conocer y por el asordinamiento de cualquier versión alternativa de la realidad. Para lo primero, nada como postrar el aparato educativo: él es responsable de refinarnos cognitivamente mediante procedimientos que permiten la ampliación del vocabulario, la comprensión de lo que leemos, la expresión escrita y oral en planos formales, el análisis, la argumentación. Todos los indicios que poseemos —no hay evaluación independiente del sistema desde 1998— apuntan a un muy serio quebrantamiento de la transmisión de competencias lingüísticas básicas.

Basta asomarse al debate público para constatar cómo, a cualquier nivel e incentivado desde las más altas instancias del poder, campean la procacidad más cruda, la tosquedad más pesada, el vacío conceptual, el desmadejamiento sintáctico. Vivimos entre torcidas palabras y frases aisladas, incapaces de tejerse en beneficio del refinamiento o la complejidad, salpicadas de mecánicas consignas. Difícil hincar el diente en la realidad. Misión cumplida. Para lo segundo, impedir cualquier visión diferente a la oficial, ha bastado con ardides seudojurídicos, adquisiciones y presiones. Hoy la comunicación alternativa en público se halla confinada a espacios asediados y de audiencias exiguas. Se complica al extremo llegar a los sectores mayoritarios y más vulnerables, blanco del régimen… ¿al suelo, Venezuela?

Cada vez es más fácil encontrar la muerte en las calles de Caracas y más difícil conseguir un litro de leche en los semivacíos anaqueles de los comercios. Juega ante ello el régimen su habitual carta: superponer a la crisis actual el relato de una “guerra económica” alentada por la “derecha fascista” que “te quita la electricidad, los alimentos y te sume en la violencia”. Pero el ilusionismo tiene límites. Más aún cuando Chávez, el gran prestidigitador que mantenía al país en vilo, ha muerto. Más aún cuando los precios del petróleo, combustible del festín, no cesan de bajar. El malabarismo posible gracias a la combinación de hipnosis colectiva con distribución de renta es cosa del pasado. Pero el régimen —¿suicida, cínico, estúpido, estratégico, fanático?— se encierra en un laberinto de espejos que nos lleva a un inminente hundimiento.

Debemos encontrar una salida rápida, democrática y ordenada a esta crisis. Venezuela puede evitar el colapso. Y debe hacerlo. Este daría pie a cambios terribles: un chavismo ya plenamente dictatorial, un Pinochet tropical… amén del consecuente alboroto en el vecindario hispanoamericano. La cita electoral venezolana del próximo domingo, aunque municipal, está siendo enmarcada como plebiscito. De perderlo el régimen, habrá surgido un clima propicio para, Constitución en mano, desde una palabra llana y honrada, acercarnos con firmeza al respeto por el otro, a la paz en las calles, al orden en la economía. Modestos factores que construyen la libertad y la democracia.

Carlos Leáñez Aristimuño es profesor de la Universidad Simón Bolívar, de Caracas.

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