Al sur de la resurrección

Por J. J. Armas Marcelo, escritor (ABC, 17/01/06):

LA primera vez que viajé a Santiago de Chile, de paso para Buenos Aires, el aire que se respiraba en todo el país vestía un metafórico uniforme militar, una suerte de muro invisible que modulaba las costumbres cotidianas de los chilenos. Las gentes con las que yo hablaba todos los días, escritores amigos, periodistas cercanos, profesores cómplices de mi amistad, y las mujeres que se reunían con nosotros, que ocupaban un espacio de conversación de primera dimensión; esas mismas gentes con las que me reencuentro de cuando en vez a lo largo y ancho de cada país iberoamericano que visitamos con frecuencia, me hablaban en voz baja, casi de perfil, mirando de soslayo a un lado y a otro: como si, de un momento, a otro, vinieran a detenernos por intentar -sólo hablando- subvertir el orden de la dictadura militar de Pinochet. Lo mismo o peor me sucedió, en ese mismo viaje, en Buenos Aires, en febrero de 1979: el miedo cotidiano hacía mella en la costumbre de vivir y los argentinos, como los chilenos, estaban sometidos por entonces a la crueldad militar de una dictadura que iba a dejar extenuada por muchos años a la sociedad civil.

Uno de esos diálogos chilenos con escritores y periodistas amigos, llevados a cabo a la vista de todo el mundo pero con una prudencia tan excesiva que evidenciaba el miedo racional de mis interlocutores hacia la policía secreta de Pinochet, la DINA, presente en cada movimiento del país, versó muchas veces sobre «los campos de concentración» inaugurados por el pinochetismo para secuestrar, torturar y muchas veces hacer desaparecer a sus enemigos políticos. El más citado de esos «campos» era Villa Grimaldi, un territorio de horror cuyo nombre, fantasmas devorados y verdugos devoradores, flotaba en la conversación de la gente con el terror que delata el misterio al fondo del cual nadie quiere llegar.

Muchos años más tarde pude leer la espléndida novela de Germán Marín titulada «El Palacio de la Risa», nombre con el que fue bautizado popularmente ese mismo «campo de concentración». «Sólo quedaban de la llamada Villa Grimaldi», comienza la novela, «las huellas de sus cimientos bajo la maleza que crecía salvaje y verde, alimentada por las lluvias del último invierno en medio de los escombros menores que la máquina excavadora no había podido recoger. Yacían dispersos por una mano furiosa que, a pesar de su insania, había molido cada terrón». Cuando leí hace tres años «El Palacio de la Risa» ya hacía tiempo que era de conocimiento público que allí, en Villa Grimaldi, habían sido secuestrados y encarcelados Alberto Bachelet, general de la fuerza aérea chilena que se mantuvo leal a la Constitución durante el golpe militar tras ser ministro de Allende en el gobierno de la Unidad Popular, y su hija Michelle Bachelet, la primera mujer que va a ocupar la Presidencia de la República de Chile tras haber sido candidata por la Concertación Democrática. Algunos amigos escritores me contaron la muerte por infarto, luego de múltiples torturas, que le sobrevino al general Bachelet en la cárcel. Y me contaron que Michelle Bachelet, cuando era ministra de Defensa del gobierno de Lagos, vivía casi puerta con puerta con algunos militares de los que en la dictadura habían sido sus torturadores directos y ahora eran, en la democracia, sus subordinados. Sic transit gloria mundi.

Tardé en volver a Santiago de Chile, pero cuando lo hice -casi diez años más tarde de mi primer viaje- la democracia, que con tantas dificultades caminaba hacia la normalidad en todo el país bajo la presidencia de Patricio Aylwin, impregnaba día tras día la vida cotidiana de los chilenos, prudentes ante la «vigilancia» y la «tutela» de Pinochet, que seguía siendo Jefe del Ejército a pesar de la derrota del referéndum del 88 y las elecciones democráticas que habían llevado por primera vez a la Concertación Democrática a dirigir los destinos políticos del país. Volví a hablar con mis amigos del «caso Bachelet» pero, sobre todo, del «caso Carmelo Soria», un español -funcionario internacional- que había sido secuestrado y asesinado por oficiales de la DINA en julio de 1976. Mi interés por el caso del general Bachelet dejó, pues, paso a la obsesión que comencé a sentir por el «caso Soria», conforme conocía más detalles del asunto que poco a poco iba siendo difundido por los medios informativos chilenos y españoles, hasta el punto de provocar en los prolegómenos de la candidatura presidencial de Eduardo Frei, un verdadero conato de conflicto político entre Chile y España.

Con ocasión de la campaña presidencial en la que Frei fue elegido presidente de la República, me desplacé una vez más a Santiago de Chile como enviado especial de ABC para seguir de cerca los avatares de los días previos a las elecciones. Entonces mi amigo y cómplice Jorge Edwards me presentó una noche de reuniones políticas a Sebastián Piñera, con el que hablé, junto a algunos otros periodistas y escritores durante una hora. Pero, para decir la verdad, mi cabeza estaba ya enloquecida por el «caso Soria» y yo obsesionado por encontrar el tiempo en el que pudiera terminar de escribir «mi novela de Chile», un relato de ficción que, a partir de la realidad del asesinato de Soria a manos de esbirros de la dictadura, describiera la fascinación que el paso del Chile dictatorial al Chile democrático había despertado en mi imaginación de escritor y ciudadano libre. Esa historia, la de Soria, la del Encapuchado del Estadio Nacional (el traidor que, tapado su rostro para no ser reconocido, señalaba con su dedo índice para que fueran torturados a sus viejos compañeros políticos en los primeros días de la dictadura de Pinochet) y «la de los Murphy» (en cuya casa de Lo Curro mataron a Carmelo Soria) constituyen las tres patas de mi novela «Al sur de la resurrección», aún inédita.

Cuantas veces fui posteriormente a Chile lo hice por razones literarias, para buscar desesperadamente detalles nuevos que «insertar» en la novela cuyo texto hacía crecer en mi estudio de Madrid entre hipocondrios sorprendentes y repentinas crisis de ansiedad. En todos los viajes, no menos de ocho, Chile se crecía a mis ojos como ante los de todo el mundo: era el único país de América del Sur que había sabido «crecer» en todo, con prudencia e inteligencia, con lentitud y calma de pueblo sabio, a pesar de las muchas carencias que al día de hoy una parte no poco importante de la ciudadanía chilena sufre cotidianamente; el único país latinoamericano que ofrece «garantías» a la inversión nacional e internacional; el único país que ha hecho el esfuerzo de entender el mundo en que un país civilizado y democrático debe vivir en el presente y en el futuro, con todas las dificultades que arrastra la región. De modo que, desde la dictadura a la democracia, Chile es una gran lección para quienes, en Europa, suponen que es imposible que la democracia de corte occidental triunfe en América Latina. Chile es, pues, un ejemplo. A perfeccionar, sin duda, pero un ejemplo de lo que puede ser el futuro iberoamericano en su desarrollo político, económico, cultural y social. No es de extrañar, por tanto, que socialistas y populares, por fin de acuerdo en algo importante, hayan apoyado desde España la misma candidatura, la de Michelle Bachelet, un paso más hacia la democracia plena de los chilenos, al sur de la resurrección.