Al Zawahiri, ¿moneda de cambio para los talibanes?

En una primera lectura, la eliminación de Ayman al Zawahiri, máximo líder de Al Qaeda desde 2011, puede presentarse como un rotundo éxito de Washington en su afán por hacer justicia o vengarse —como cada cual prefiera— de quien solía identificarse como el verdadero padre intelectual del 11-S. Visto así, solo cabría alabar la pericia demostrada por los servicios de inteligencia estadounidenses —los mismos que erraron patentemente en su cálculo sobre el desafío talibán hace tan solo un año—.

Así, en lo que se nos ha presentado como un golpe quirúrgico con un misil Hellfire R9X lanzado desde un dron MQ-9 Reaper, cabría valorar positivamente que no fuera armado con una cabeza explosiva para evitar daños colaterales que pudieran afectar a los civiles que habitan las casas circundantes. También es reseñable que a diferencia de la eliminación de Osama Bin Laden, ejecutada por un comando de las fuerzas especiales, en esta ocasión se optara por dar la responsabilidad total de la operación a la CIA, demostrando las múltiples capacidades que tiene EE UU para castigar a sus enemigos.

Pero cabe también una segunda lectura de lo que no deja de ser una ejecución extrajudicial más de una larga lista que Washington sigue engrosando sin descanso. En primer lugar, la presencia de Al Zawahiri y su numerosa familia en uno de los barrios más seguros de Kabul supone, sin rodeos, un claro incumplimiento —por otro lado, más que previsible— del compromiso supuestamente realizado por los talibanes en Doha (Qatar) a cambio de la retirada militar estadounidense.

En realidad, el movimiento talibán nunca ha roto el vínculo que mantiene ya desde su anterior etapa en el Gobierno con la red Al Qaeda. Y, sin embargo, Washington, que sabía que ese compromiso era simple papel mojado, ha preferido mirar para otro lado hasta hoy. Pero es que, además, tanto la vivienda como la cobertura de seguridad personal del líder yihadista en la capital corrían a cargo de la red Haqqani, uno de los principales entramados yihadistas afganos de las últimas décadas. Una red liderada precisamente por Sirajuddin Haqqani, ministro de Interior del actual Gobierno talibán y por cuya cabeza EE UU ofrece desde hace tiempo una suculenta recompensa.

Llegados a ese punto, se puede optar por aceptar sin titubeo alguno la lectura que las fuentes estadounidenses están difundiendo (no tenemos ninguna otra) y congratularnos de la desaparición de un individuo sobre cuyas espaldas recaen muchas muertes inocentes, o aventurar otra interpretación alternativa sin caer en el esoterismo conspiranoico al uso. El régimen talibán está desesperadamente buscando la normalización con Washington, en cuyas manos está la llave para desbloquear unos 7.000 millones de dólares (de un total estimado en 9.000) de fondos afganos hibernados en bancos estadounidenses, por aplicación de sanciones internacionales. Unos fondos que le permitirían aliviar al menos la dramática situación en la que se encuentra el país y ganar algunas simpatías entre la apesadumbrada población afgana.

En esa línea ya se han cruzado propuestas entre ambos interlocutores, pero de momento sin avance alguno. Por su parte, con vistas a las elecciones legislativas en EE UU del próximo noviembre y ante el primer aniversario de una retirada que lo señala como débil y hasta traidor, Joe Biden necesita sumar puntos. ¿Es Al Zawahiri la moneda que los talibanes han entregado a cambio de un acuerdo? Pronto lo veremos.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)

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