Alan nunca muere

Por Martín Santiváñez Vivanco, director para América Latina de Maiestas (ABC, 29/07/06):

ALAN Gabriel Ludwig García Pérez -líder del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), el presidente más joven en la historia del Perú y, sin duda, el orador más grande de un país de oradores- acaba de darnos una lección de política en regla. Su triunfo en las elecciones del domingo 4 de junio lo convierten, por segunda vez, en el guardián del destino de millones de peruanos. La estrella aprista regresa al sillón de Pizarro para opacar el astro declinante del toledismo y del fujimorismo.

«Religión de justicia, credo de libertad, causa de acción, de lucha, de rebeldía» es la poética definición del aprismo esculpida por su fundador, Víctor Raúl Haya de la Torre. No se equivocaba. El aprismo peruano es, pese a quien le pese, una religión laica, plagada de herejías, escisiones, anatemas. El propio Alan García se ha convertido en un apóstol de la globalización. Desde su abandono democrático del poder -tras el tsunami japonés de 1990- ha recorrido, por vez primera, la senda del converso. Así, camino de Damasco, el otrora joven turco de la revolución indoamericana se ha transformado en un profeta del capital.

De Saulo a Pablo hay un trecho enorme, un grito catecumenal, un giro radical hacia la ortodoxia. Y si Haya nunca logró el poder, García lo tendrá dos veces. El sello modernizador que ha estampado en el APRA es el signo inequívoco de su voluntad de cambio, de sus ansias de reescribir la historia. El aprismo reconoce que el mundo se ha transformado, y con él, las relaciones de producción y las fuentes de riqueza. García ha escrito sesudos libros defendiendo la necesidad de modernizar -a la luz de la globalización- la herencia hayista. En el Perú, los apriorismos jamás han funcionado. Aquellos dogmas pétreos, como torres salmantinas, de estatismo e intervención se derrumbaron estruendosamente. De aquel bisoño gobernante no queda ni la sombra.

El APRA no renuncia a un Estado que promueve y regula, no abjura de la integración continental -defendida a sangre y fuego setenta años antes que el chavismo- y tampoco reniega de su lucha contra la dominación política, pero sí rescata la importancia de llamarnos responsables, socios, de ser, en suma, economías competitivas, países viables.

Si los libros escritos por García -verdaderos meaculpismos ideológicos- son fruto de su hambre de protagonismo teórico, su estrategia política continúa siendo deudora del aprismo más rancio. En un país acostumbrado a la zancadilla y al vituperio, García se ha impuesto con mucha maña al nacionalismo de Ollanta Humala, usando sus propios argumentos, con sus propias armas, tildando al etnocacerista de «títere del extranjero». El negro dinero de Chávez también ha perdido esta elección. El nacionalismo ha sido derrotado por el patriotismo.

Los excesos y el nepotismo del Gobierno de Alejandro Toledo han provocado en la sociedad peruana una desconfianza peligrosa hacia las formas institucionales. La democracia es tenida por un sistema que propala vicios pertinaces de la cultura política peruana: la corrupción y el autoritarismo. Precisamente dos candidatos, uno con el sambenito de corrupto y el otro con el lastre de la bota militar, han disputado la segunda vuelta de un proceso electoral digno de un país macondiano. La izquierda ha triunfado en el Perú.

García no es un mero repetidor de panfletos o de tesis acabadas. Ha transformado su pensamiento y con él, el del APRA. No ha renunciado a sus grandes lealtades ideológicas: la justicia social, el antiimperialismo y la integración continental, pero deja atrás el modelo cepalino, endógeno y autárquico para gobernar con los mejores, negociando en pie de igualdad con Chile y en estrecha colaboración con el Brasil. La vieja dirigencia aprista, aquella generación histórica de mártires y clandestinidad, le ha cedido el paso a un aprismo rejuvenecido, profundamente unido al destino de su líder. El Alan de nuestros días es más propenso a los vaivenes ideológicos de la socialdemocracia europea -à la rive gauche de la Seine- curado como está del populismo de sus años mozos. La juventud que lo llevó al poder en 1985, con tan sólo 36 años de edad, fue también la que destruyó su imagen de estadista continental. Sin embargo, es tan intenso el atractivo de su personalidad que, debatiéndose entre el corporativismo partidista o el caudillismo alanista, el APRA, finalmente, se inclinó por unir su destino al de su líder máximo. Todo depende de Alan. Él tiene la última palabra después de este triunfo que encandila las mentes apristas, tan propensas a reeditar el viejo lema del partido: el APRA nunca muere.

A pesar de su victoria ajustada, es muy probable que el APRA pierda las elecciones regionales. Humala ha sido derrotado, pero no borrado del mapa político. Con más del 45 por ciento del electorado peruano, los nacionalistas son la primera fuerza del Congreso y tienen varias cartas bajo la manga. Una de ellas, tal vez el as, se llama movilización. Ollanta Humala no duerme, conspira; no pacta, dirige; no se rinde, se prepara para alcanzar el poder.

Alan intenta oponer al histrionismo, a la metralleta chavista y al desprestigiado dogmatismo materialista, un antiimperialismo constructivo, basado en la negociación con dignidad y en la apertura al capital extranjero. García sabrá respetar -tras un maelstrom en el que casi hunde a su partido y con él Perú- la política macroeconómica de la tecnocracia liberal. En un país acostumbrado al calco fácil, a ese trasplante aséptico de instituciones que Víctor Andrés Belaunde llamaba «anatopismo», el aprismo siempre ha sido tenazmente original, pues nunca se plegó a la ortodoxia marxista ni al imperialismo caudillista. Pero si rechazó tajantemente la intervención norteamericana en Panamá, ¿por qué habría de bendecir la beligerancia chavista?

¿Reinará ornamentalmente el nuevo presidente? ¿Será aplastado por la ira andina que respalda a Ollanta Humala? Al menos por ahora, la democracia peruana -esa débil entelequia- se ha salvado de un cataclismo. Vivirá, acaso tísica y enclenque, pero orgullosa de haber detenido, sin prebendas ni extorsiones, el autoritarismo rampante de un barón del petróleo.