Alarma o despropósito

Los sistemas constitucionales suponen la victoria del Derecho; se basan en una Constitución difícilmente modificable y en unos mecanismos de equilibrio y control del poder público, sobre todo judiciales, con lo cual el pueblo plasma su soberanía y se garantiza un régimen jurídico-democrático de convivencia.

Recogen sin embargo las constituciones armas especiales -no para eliminarlas, sino precisamente para su propia defensa, como enseñó Löwenstein- que permiten al poder público potenciar sus potestades. En la nuestra se habla de los estados de alarma, excepción y sitio -de aplicación restrictiva- que se declararán si es «imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes» y que sirven solo para adoptar medidas «estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad». No permiten obviar el derecho al control judicial de los poderes públicos, derecho que incluso se potencia en justo contrapeso a la excepcionalidad, y por eso la ley dice que no se interrumpirá «el normal funcionamiento de los poderes constitucionales».

Tiempo habrá de analizar con sana lupa si el estado de alarma (o sus prórrogas) que soportamos es adecuado y si lo son las decisiones tomadas a su amparo, por ejemplo, contratos más que dudosos. El BOE enseña algo significativo para evaluar el talante de quien gobierna, y es que desde el 14 de marzo de 2020 solo se ha consultado al Consejo de Estado en una ocasión y para un tema menor (la Orden ISM/371/2020), pese a que está legalmente previsto que será consultado en «Asuntos de Estado a los que el Gobierno reconozca especial trascendencia o repercusión», lo que lleva a entender que dicho Gobierno ha considerado que no necesita ser asesorado, y al mismo tiempo controlado, por el Consejo de Estado pese a la extraordinaria y grave situación.

Resulta por otra parte inaceptable que el Gobierno alterne a placer las comparecencias públicas y el Boletín Oficial del Estado, empleando aquellas como mecanismo general de difusión, y el caso más significativo es el «Plan para la Transición hacia una nueva normalidad» (peligroso oxímoron, pues la ley solo habla «normalidad»), que no existe en Derecho porque no se ha publicado en el BOE pese a tener alcance normativo y ser -por principio- el primer elemento de control de la arbitrariedad de las decisiones que se adopten a su amparo.

No publicarlo en el BOE permite al Gobierno liberarse de su control judicial y, al tiempo, «desescalar» a placer, lo que no es aceptable, pues en derecho público no vale la decisión querida, sino la decisión formada, la cual exige de criterios previos para su conformación y de expedientes lógicamente pretramitados -o sea, no «montados» a posteriori- que justifiquen las decisiones que se toman. Y ello no es algo menor, pues los actos de los poderes públicos pueden ser generadores de responsabilidades penales, y para su control es importante analizar cómo se adoptan y, en definitiva, si son o no arbitrarios.

En la práctica es el ministro de Sanidad quien, haciendo uso de una delegación del Gobierno cuya validez resulta harto discutible, decide qué es lo que va permitiendo hacer a los ciudadanos mediante decisiones que ni siquiera siguen las pautas de ese Plan (el ministro ha innovado esa llamada fase 0,5) y que son auténticamente graciosas pues en Derecho no sabemos:

-En qué plazos o con qué periodicidad se deben tomar.

-Bajo qué criterios se adoptan. El propio Plan es de una total imprecisión, pues se limita a mencionar indicadores diversos para acabar dejando todo a la libérrima decisión del ministro de Sanidad, el cual, para colmo, tampoco lo ha precisado en la forma exigible, pues sus previsiones (O. 387/2020) siguen siendo vagas y meramente indicativas.

-Qué procedimiento se debe seguir al efecto y cómo se procede después en orden a su notificación.

Se ha conformado así un esquema que se traduce en decisiones de plano y que lleva a la arbitrariedad (incluida la desigualdad), la cual no se controla solo en función del contenido de cada decisión, sino partiendo de los criterios públicos predeterminados y del expediente previo que permita analizarla y controlarla.

El ánimo del Gobierno de actuar en la penumbra le ha llevado al extremo de ocultar de forma expresa quiénes conforman los órganos de asesoramiento, contrariando así reglas jurídicas básicas en derecho público. En Francia, por ejemplo, existe un comité de expertos cuyos nombres son públicos, funciona sobre la base de un reglamento específico y da publicidad a sus informes. ¡Vaya diferencia de madurez jurídica y democrática!

La respuesta a todo lo dicho es la esperable: estamos ante una situación especial que requiere medidas singulares que se están adoptando sin el pueblo pero en su beneficio. Pues bien, resulta que eso es precisamente una dictadura.

José Antonio García-Trevijano Garnica es abogado.

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