¿Alarma o excepción?

Con motivo de la pandemia del Covid-19 trascendió a la opinión pública una incipiente polémica doctrinal sobre el dudoso acierto de establecer el estado de alarma, en lugar de recurrir –siempre al hilo del artículo 16 de la Constitución– a un estado de excepción. No es extraño que ello se haya visto reflejado, no con menos discrepancias, en la deliberación sobre el primero de los recursos de inconstitucionalidad planteados al respecto; referido en este caso –conviene no olvidarlo– a las primeras etapas de la respuesta jurídica a tal situación, sin implicar una especie de causa general sobre todo lo posteriormente acontecido sobre el particular.

Los defensores de la necesidad de un estado de excepción detectaban una vulneración del contenido esencial de algunos derechos fundamentales, encuadrable en la suspensión de los mismos que el estado de excepción sí posibilita, yendo así más allá de lo admisible en un estado de alarma.

Considero que el establecimiento de una frontera entre ambos estados, así como la de ellos con el estado de sitio, encierra –como toda actividad jurídica– una dimensión interpretativa, que implica en este caso un inevitable juicio de proporcionalidad.

El recurso al estado de excepción me parece deudor de algunos puntos de partida, ninguno de los cuales comparto. El primero, ya descartado, sería convertir en objeto de examen una visión de conjunto de todo lo ocurrido. El segundo derivaría de la tendencia a entender que las tres figuras contempladas en el citado artículo 116 (alarma, excepción y sitio) describirían una escala progresiva de mayor incidencia sobre los derechos de los ciudadanos, lo que restringiría el alcance del estado de alarma a magnitudes inferiores al de excepción, llegando a escandalizar la comprobación de que en él se han tomado medidas que desbordan incluso a las contempladas en el desarrollo legal de ese último.

La realidad es que una pandemia puede afectar con más intensidad a determinadas facetas de los titulares de derechos constitucionales que un posible golpe de Estado o la invasión de divisiones acorazadas. Dada mi edad, he podido experimentar varios estados de excepción. Dada mi sevillana condición, recuerdo bien que en ninguno de ellos peligró la vivencia popular de la Semana Santa, como en otros casos tampoco peligraron manifestaciones equivalentes a las de la identidad cultural de la zona, todas ellas ininteligibles sin una considerable bulla. Dos años ya, impensables en estado de excepción, nos hemos visto ayunos de ellas.

Todo ello me lleva a descartar que, dada la intensidad de la limitación de derechos provocada, debiera haberse optado por declarar el estado de excepción. Lo que a ello invita, a mi juicio, es una dogmática (nunca mejor dicho) jurídica que dictamina la existencia de ‘suspensión’ de los mismos, de la mano de la presunta afectación de sus contenidos esenciales. Temo que podría traducirse en un solemne paseo por el cielo de los conceptos sobre el que ironizó Ihering.

Cada uno de los estados aludidos puede identificarse con alguna característica peculiar. Una alarma sanitaria tiene como elemento central el riesgo de contagio. En aquellos estados de excepción, para nosotros afortunadamente lejanos, una saludable multicopista se podía convertir en indicio criminal. En un estado de sitio, por mí no experimentado, parece aconsejable no acercarse irrazonablemente a los tanques. Si olvidamos rasgos tan elementales, es fácil que no acertemos a distinguirlos.

Todo ello no quiere decir por supuesto que, declarado el estado de alarma, no sea pensable la vulneración del contenido esencial de un derecho fundamental. Bastaría para ello con que la medida adoptada sea desproporcionada. Lo que no me parece tan razonable es establecer ‘a priori’, profesoralmente, que se ha producido una suspensión de derechos fundamentales y por tanto la vulneración de su contenido esencial, lo que excusaría de todo juicio de proporcionalidad en torno a un derecho que habría desaparecido. El dictamen de suspensión se convierte, paradójicamente, en un cheque en blanco, sin controles o garantías. Considero más razonable optar por un estado de alarma, sometido al continuo control de un juicio de proporcionalidad, que determine si la desproporción ha sido tal como para desnaturalizar los derechos, dadas las circunstancias. Centrarse en ese juicio de proporcionalidad equivale a resistirse a colocar los bueyes detrás de la carreta.

Partiendo apriorísticamente de la presunta existencia de una suspensión, es difícil no declarar inconstitucional a todo lo que se mueva, a lo que no llega a atreverse la sentencia de ayer. Será la desproporción lo que afecte al contenido esencial y no la suspensión de éste lo que haga superfluo todo control, porque no quede nada que proteger.

Si repasamos aspectos contemplados en el reciente estado de alarma, la libertad de circulación parece llevarse la palma, en el esfuerzo por evitar la posibilidad de contagio. Es obvio que ni las multicopistas ni los tanques contagian, en sentido estricto. Por el contrario, el contagio no es tan previsible si se respetan distancias o se relaciona uno con los convivientes por razones domiciliarias, de trabajo o de ejercicio habitual de los derechos contemplados en el decreto ley. Lo mismo ocurre con las reuniones familiares afectadas, porque los virus no se interesan demasiado por nostálgicos cariños o parentescos. Perimetrar –por razón de contagios o defunciones– barrios, poblaciones o comunidades puede en ciertas circunstancias no resultar desproporcionado.

No es muy distinta la situación si nos referimos al derecho a la educación. La inasistencia de menores a la enseñanza obligatoria puede llevar en situaciones de normalidad a que la Guardia Civil se ocupe del caso, con consecuencias para los progenitores. Mantener una enseñanza presencial en plena pandemia supone una bomba de relojería para toda la familia. Lo proporcional sigue siendo pues protagonista; y así sucesivamente.

A todo ello conviene añadir que en el artículo 116.3 que comentamos se establece que la «proclamación del estado de excepción deberá determinar expresamente los efectos del mismo, el ámbito territorial a que se extiende y su duración, que no podrá exceder de treinta días, prorrogables por otro plazo igual, con los mismos requisitos». Esto lleva a pensar que quien lo proclamara en el arranque de una pandemia como la experimentada estaría transmitiendo a la población que se consideraba en condiciones de ponerle fin en uno o dos meses. A lo largo del desarrollo del estado de alarma se han expresado no pocas majaderías, incluso por portavoces autorizados, pero es de justicia reconocer que no se ha llegado a ese extremo. Sería precisa una interpretación bastante tortuosa para prolongar indefinidamente un estado de excepción más allá de lo previsto en la propia Constitución. Mientras que, al declarar el estado de excepción se decide, ‘a priori’, afectar al contenido esencial de derechos fundamentales, el estado de alarma solo se convierte en inconstitucional cuando se detecta, ‘a posteriori’ y puede que de modo cautelar, que la limitación de derechos en las previsiones de la norma o en la aplicación a un caso concreto es desproporcionada, afectando por tanto a su contenido esencial.

Andrés Ollero Tassara es académico de número de la Real de Ciencias Morales y Políticas.

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