Alarma: otra chapuza más

Resulta pedagógico analizar la reacción de los gobernantes alemanes frente a la epidemia. Existe allí una legislación de excepción –sería nuestro artículo 116 CE– aprobada en mayo de 1968 como una modificación de la Constitución. A nadie se le ha ocurrido invocar los instrumentos en ella contenidos para afrontar los efectos del virus actual. La respuesta legislativa, más comedida, ha consistido en la reforma de una ley que el Parlamento alemán tiene aprobada desde enero de 2001. Se trata de la conocida como Ley de protección contra las infecciones.

Como nosotros contamos con un Estado descentralizado, tiene interés recordar las competencias en esta materia y su reparto entre la Federación (el Estado) y los Länder (nuestras comunidades autónomas). Se llaman competencias concurrentes. Pero, atención para el federalista español a la violeta: cuando, como consecuencia del ejercicio por los Länder de una competencia compartida puedan verse afectadas la igualdad de las condiciones de vida de los alemanes en el territorio federal o peligre su unidad jurídica o económica, la Federación puede hacer uso de su competencia legislativa, lo que supone que los Länder pierden la suya. La legislación federal se impone sin más sobre la legislación federada. En alguna otra ocasión hemos explicado –sin que nadie jamás haya hecho el más mínimo caso– que con esta regla en el ordenamiento español se suavizarían centenares de las tribulaciones que nos torturan. Pero ¿quién quiere entre nosotros un sistema federal?

Volvamos al virus. El 20 de marzo de este año, estamos ya en pleno crecimiento de la epidemia, se aprueba una breve modificación de la ley citada (completada en mayo). Según las nuevas previsiones, el Parlamento puede declarar una epidemia «de importancia nacional» lo que, en efecto, se hizo el 28 de marzo. A partir de ese momento recibe el ministro de Sanidad una dilatada competencia reglamentaria que se extiende por muy diversos ámbitos y que ejerce en forma de reglamentos jurídicos de los que se han aprobado una dilatada lista. También los Länder, investidos de atribuciones, se han prodigado.

Desde el 28 de marzo las tareas médicas y especializadas de coordinación entre los Länder, y entre éstos y la Federación, es ejercida por el Instituto Robert Koch, lugar donde los científicos centralizan los trabajos relativos a la epidemia.

Se pueden prohibir reuniones particulares, cerrar colegios total o parcialmente, confinar a personas u ordenar cuarentenas, respetando el principio de proporcionalidad. Procede la impugnación ante el juez, pero los recursos no tienen carácter suspensivo. Se admite, no obstante, que dicho juez dicte medidas cautelares y se han detectado, con ocasión de los pleitos trabados, discrepancias en las respuestas judiciales. En fin, las infracciones de estas medidas se castigan con multas o con la privación de libertad.

Esta realidad está poniendo a prueba el sistema federal siendo el debate en estos momentos muy vivo. Desde quienes entienden que se está saldando con éxito hasta quienes creen que la epidemia ha puesto de relieve los límites de la descentralización federal. Entre los juristas se ha desatado la polémica acerca de la constitucionalidad de tanta exuberancia legislativa y también encontramos opiniones para todos los gustos: desde quienes las califican de autoritarias hasta quienes las acogen con indulgencia (por ejemplo el ex presidente del Tribunal Constitucional, Hans-Jürgen Papier). Sin que nadie invoque la legislación de excepción a que hemos hecho referencia al principio de este artículo.

Pues bien, frente a estos comportamientos polémicos pero precavidos, el Gobierno de España vuelve a conmocionarnos con una declaración de alarma. Cuando nos confinaron, muchos advertimos de su improcedencia pues el Gobierno no había respetado las previsiones constitucionales al suspender derechos fundamentales y regular de manera arbitraria algunas actividades. Si entonces la crítica derivaba de tal exceso, hoy el reproche procede de la imprevisión, de la imprecisión y de la intención de prolongar la alarma en el tiempo, estirándola como una goma de mascar.

Han pasado más de seis meses y ni el Gobierno ni sus aliados han presentado a las Cortes iniciativa alguna para aprobar un marco legislativo adecuado. A nuestro juicio, el Gobierno no puede invocar alarma, un sintagma ligado al sobresalto o susto, cuando nos ha estado alertando de que en otoño volvería una segunda ola. Los estados excepcionales han de reservarse para situaciones inopinadas e imprevisibles: no es posible estar en continua alarma y excepción de la misma manera que no puede estar un despertador continuamente despertándonos. Padece la seriedad y se aboca a la trivialización de los conceptos. Un terremoto nos puede hacer temblar una vez, pero a partir de ese destrozo, se trata de fortalecer las construcciones; del mismo modo que una riada puede acabar con las cosechas, pero la siguiente encontrará un muro de contención así como compuertas para derivar los cauces.

Anegados por una primera ola, obligado era evaluar lo hecho tal como de manera insistente asociaciones científicas han reclamado (sin que nadie les haya hecho caso). Desde el punto de vista jurídico, es la legislación sectorial la llamada a acoger las respuestas, tal como se hace en la legislación local ante catástrofes o en la de seguridad ciudadana ante las alteraciones del orden público. En este caso, es la legislación sanitaria donde deben precisarse las facultades extraordinarias, las actuaciones singulares, los instrumentos apropiados, atribuyéndolos a las autoridades sanitarias, como hemos visto han hecho los alemanes. Para reformar con cabeza y pluma jurídica la ley orgánica 3/86 no hace falta ser Solón (de hecho, se ha propuesto desde el primer partido de la oposición).

Por contra, durante estas semanas se han reunido las Cortes para ofrecer algún espectáculo bochornoso y también para aprobar seis leyes sin que ninguna se ocupe del mayor problema de nuestra sociedad. Es más, el Congreso ha desaprovechado la ocasión, al hilo de la convalidación de un decreto ley que incorporaba estrategias de coordinación sanitaria, de tramitarlo como una ley que incluyera previsiones –con carácter orgánico– para concretar facultades y medidas claras, graduadas y pertinentes. Y se sigue desaprovechando el tiempo: hace más de mes y medio se publicó una proposición para definir un marco de actuación en la legislación sanitaria y no hay avances.

No acaba aquí la chapuza de la inacción gubernamental porque con el nuevo decreto se acumulan otras con cierta avidez: los tiempos son imprecisos, se introduce el toque de queda y se reducen los controles judiciales. En tal sentido, el texto afirma que «resultará imprescindible prorrogar esta norma por un periodo estimado de seis meses» y, además, sin el imprescindible control por el Congreso de los Diputados; por si fuera poco, se faculta a las autoridades autonómicas para que puedan «modular, flexibilizar y suspender» las medidas, incluido el propio toque de queda. De nuevo, goma de mascar. Y, todo ello, cuando escuchamos a diario la cantinela de que el objetivo es dotar a la lucha contra el virus de plena seguridad jurídica y solvencia constitucional.

En fin, lo que alarma en el decreto de alarma es la imprevisión, la inconcreción y, por ende, la incorrección constitucional. Pregúntese el lector si soportaría que, en un concierto, estuviera sonando la alarma durante toda la interpretación, el director (el Gobierno) desatendiera de vez en cuando su batuta y cada instrumentista (las comunidades autónomas), sin partitura, intentara seguir una melodía de oídas. Espeluznante. Una conclusión numérica: Alemania, 83 millones de habitantes, lamenta 10.000 muertes. España, 47 millones de habitantes, llora la desaparición de 35.000 compatriotas (según cifras del propio Gobierno).

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo.

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