Alarmas de peligro totalitario

En los años noventa, con ocasión de la caída del «muro de Berlín» y sucesivo hundimiento del imperio soviético, la Unión Internacional de Magistrados (federación de carácter mundial de asociaciones judiciales) organizó una serie de conferencias dirigidas a los jueces de los países del Este, que se asomaban tímidamente a la Democracia, para ilustrarlos sobre lo que había de ser su labor en un Estado de Derecho, fundado, por su propia naturaleza, en la independencia de quienes integran el Poder Judicial y deciden los conflictos sociales aplicando las leyes. En esa labor pedagógica trabajó intensamente, entre otros muchos, el magistrado noruego Arne Christiansen, que nos contó un suceso insólito: Al terminar una de esas sesiones de verdadera formación profesional de jueces, uno de los asistentes preguntó que, si lo había entendido bien, a partir de ahora, en lugar de consultar los fallos que había de dictar con el delegado del Politburó, había de evacuar esa consulta con los dirigentes de los diferentes partidos políticos; error del que el conferenciante le sacó inmediatamente.

Aunque el relato de nuestro compañero nos hizo sonreír, advertimos dolidos que reflejaba la trágica situación en que habían vivido esos jueces, a los que se había llegado a imbuir, mediante la asfixiante propaganda comunista, de que sus sentencias habían de acomodarse a los intereses políticos de quienes ejercían el poder al servicio de valores indiscutibles, como lo eran los de servir a la clase trabajadora, mediante la «dictadura del proletariado».

La anécdota nos hizo recordar la película «El juicio de Nuremberg», que dirigida por Stanley Kramer e interpretada por Espencer Tracy, mereció dos Oscar y en la que también se relata la trágica situación a la que habían llegado las instituciones alemanas durante el dominio Nacional-socialista, que produjo un poder judicial al servicio de la pureza de la raza aria, con la colaboración de una medicina desviada de sus funciones naturales y todo sometido a la propaganda de la «gran mentira» del ministerio dirigido por Goebbels.

En la escena de la conversación del veterano juez norteamericano, presidente del Tribunal que juzgaba los crímenes de guerra del nazismo, con las personas que con él convivían y servían en su temporal residencia en la capital germana donde se desarrolló el proceso, se hace visible, con palabras y gestos elocuentes, hasta qué punto se puede conseguir anestesiar a casi todo un pueblo por el totalitarismo criminal de quienes, no solo quieren cambiar la sociedad a su capricho, sino que también pretenden cambiar las conciencias, sometiéndolas sin posibilidad de reacción. Y es que las diferentes doctrinas totalitarias parten siempre de una inmoralidad radical, que consiste en negar que haya más fines defendibles que los suyos y que esos fines justifican todos los medios, entre los que suelen estar la mentira, la extorsión y en los casos más extremos, el crimen, como llegó a suceder por millones, tanto en la Alemania de Hitler, con la locura del Holocausto, como en los países comunistas bajo la bota de Stalin, tras el telón de acero, que durante decenas de años sirvió para evitar que los ciudadanos huyeran hacia la libertad y para que se ocultaran los horrores del Gulag.

La amenaza totalitaria no ha desaparecido y para evitarla es imprescindible contar con una prensa libre y plural y unos tribunales independientes e imparciales, que son las dos cosas que tratan de copar y mediatizar aquellas ideologías, como nos recuerda la historia de un pasado relativamente reciente y que no debemos olvidar.

En España, tras años de libertades y Democracia, nacidas de la mano del Rey Don Juan Carlos I y bajo la seguridad jurídica creada, desde el principio, por jueces independientes, que protegieron la Constitución española de 1978, han empezado a aparecer signos del peligro totalitario. En efecto y solo a título de ejemplos, hemos visto cómo todos los periódicos de Cataluña publicaban el mismo editorial; como se produce de manera homogénea el mismo tratamiento televisivo en ciertas noticias, con una confusa mezcla entre información y opinión, en dirección a la «verdad única»; como se extiende el silencio sobre otros acontecimientos; como se organiza una cacerolada contra el actual Rey Don Felipe VI y en apoyo de la república con el apoyo expreso y público de un vicepresidente del Gobierno, faltando a la promesa de lealtad, prestada al asumir el cargo; como se vertía pintura sobre la puerta del domicilio particular del magistrado del Tribunal Supremo, instructor de la llamada «causa del procés», Pablo Llarena; como se vituperaba al ya fallecido magistrado instructor en Barcelona de otra de las tropelías del separatismo; como, desde otro ángulo, se hacía lo mismo en Madrid con la magistrada instructora de la llamada «causa del 8 M» y como en la actualidad las terminales mediáticas de una ideología que se reconoce comunista, tanto como sus operadores en las redes sociales, tratan inútilmente de desprestigiar no solo el trabajo, sino también la persona del magistrado-juez de Instrucción, número 6 de la Audiencia Nacional, Manuel García Castellón, por haber tenido la osadía de investigar la extraña conducta procesal de una de las partes en la compleja y diversa causa del comisario Villarejo, de donde ha resultado investigable también, la propia conducta personal del vicepresidente del Gobierno, rozando la púrpura de un intocable.

Lo que empieza, tal vez, a ser más preocupante es que estas alarmas de peligro totalitario se recrudezcan con un Gobierno de coalición entre el Partido Socialista, que cooperó tan decisivamente a traer a España las libertades y la democracia en que consiste nuestro sistema político desde 1978 y otro partido que no oculta su propósito antisistema, contando además con el imprescindible apoyo parlamentario de todo un panel de partidos políticos que, con sinceridad que no puede dejar de reconocerse, proclaman el propósito de destruir la unidad nacional de España, situación que no se ha producido nunca y sería impensable en cualquier nación de nuestro entorno.

Ramón Rodríguez Arribas fue presidente de la Unión Internacional de Magistrados.

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