Alatriste y España

Por José Antonio Zarzalejos. Director de ABC (ABC, 03/09/06):

ACASO ahora esté más vigente que nunca aquello de que es español el que no puede ser otra cosa. Lo español -tanto en sustantivo como en adjetivo- se ha convertido, al igual que el Estado y la Nación, en algo residual y, en todo caso, subordinado a otra condición principal. Este distanciamiento afectivo de la condición nacional se ha producido en España simultáneamente a una crisis de identidad colectiva como la que en la actualidad se produce en nuestro país debida, en lo esencial, a un desmantelamiento de los valores comunes y, sobre todo, a la destrucción del proyecto compartido que se quiso configurar en la refundación democrática de España que se hizo en 1978.
La búsqueda de denominaciones políticas y jurídicas que ponen distancia entre la condición general de español y la específica de gallego, catalán, vasco, canario o andaluz, ha comenzado a trascender a la realidad cotidiana de tal manera que la labor de desnacionalización impulsada desde determinados centros de poder -con la intención de retenerlo cuarteando la integridad de la sociedad española en diecisiete agrupaciones de ciudadanos más fáciles de someter a los caciquismos autonómicos- se ha convertido en una especie de suicidio al que concurren casi con fruición las distintas partes de un todo que otrora fue España.
La cuestión no consiste en la formulación de ese supuesto catastrofismo según el cual España se rompe, sino en un proceso mucho más sutil y pernicioso: España se evapora. O, por ser más exactos, a España la están evaporando, en el sentido de hacerla desaparecer sin que se note la dilución. En el propósito convergen esfuerzos que vienen de la política y de la cultura, que a su vez encuentran en todos los niveles de la educación -desde la primaria a la universitaria- el espacio más propicio para introducir la contrateoría nacional que hoy hace furor. Los procesos de desnacionalización, por eso, se basan en el cultivo de la ignorancia histórica y en la quiebra de las urdimbres morales que dan cuerpo a la sociedad. Tampoco se trata de preconizar que la unidad de España sea un bien moral, en los términos de la polémica que enfrenta a sectores de la jerarquía católica, pero sí de afirmar que es perversa la generación de un estado carencial de identidad al sustraer a los ciudadanos y a la sociedad la explicación de su propio pasado y restar posibilidades -obviamente, desde lo unitario- para encarar el futuro. La destrucción de lo nacional no es una inmoralidad como tal, sino una falsedad repudiable desde la ética connatural al civismo democrático. De ahí que los episodios de segregación territorial hayan sido, por lo general, traumáticos y, en muchos casos, hayan provocado gravísimos conflictos, incluso guerras. El cuerpo social habitualmente se resiste al fraude por escaso que sea su afán de supervivencia.
Esta situación carencial -la desaparición por evaporización de lo español- no se va a remediar mediante políticas públicas para las que no hay voluntad sino a través de los nuevos medios y modos de conocimiento con un alcance masivo. Me refiero, por ejemplo, al cine, que ha jugado un papel determinante en el patriotismo estadounidense, y me refiero también a la literatura histórica que ha acertado a relatar -enhebrando ficción y realidad- los pasados, buenos y malos, de las naciones en las que sus dirigentes repudian su pretérito común. Digo todo lo cual, para agradecer a Arturo Pérez Reverte, escritor, académico y periodista, su hallazgo literario de un personaje que «no era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos de Flandes. Cuando lo conocí en Madrid malvivía, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas».
El capitán Alatriste, incrustado en el Siglo de Oro español, amigo de Francisco de Quevedo, prestatario de servicios al Conde-Duque de Olivares, el valido -el más grande de la historia de España- de Felipe IV, el rey planeta, combatiente en el sitio de Breda, coetáneo de Diego de Velázquez y muerto heroicamente en la batalla de Rocroi, es desde el jueves el protagonista de una película que presta el favor de enseñar en un código propio del siglo XXI -aventura, acción, muerte, amor, traición y épica- unos retazos de la España del siglo XVII cuando ser español resultaba una condición imperial desdeñada -también entonces- con el escepticismo propio de los naturales de este bendito país.
Pero si en Alatriste emerge también esa manera descuidada de ser español, a menudo bronquista, altiva en ocasiones, pero siempre digna, sobrevuela de forma constante -más aún en los relatos de Pérez Reverte que en la cinta de Agustín Díaz Yanes- la entidad de lo español como excipiente del núcleo del relato que encuentra en hechos históricos, en sucedidos contrastados, las apoyaturas que dan carácter y perfil al personaje. No se me ocurre mejor sistema de extensión del conocimiento -por parcial y epidérmico que pueda resultar- de algunos episodios de nuestra historia común que acogerse al espectáculo cinematográfico de Alatriste que, como producto fílmico nacional, asume el tema de época sin complejo alguno y remite a un marketing que excita la curiosidad en el subconsciente de lo español.
De iniciativas como ésta -en la que lo literario y lo cinematográfico casan casi de manera natural e irremediable- está necesitada la sociedad española porque sólo se enseña divirtiendo, sólo se aprende cuando la curiosidad se estimula, sólo hay inquietud intelectual cuando ésta la precipitan catalizadores sociales como pueda serlo un escritor de mayorías como Pérez Reverte. Los creadores de estados de opinión, no son, como a veces se propala, los que se reservan para sí semejante condición mediante el histrionismo de sus conductas o la extravagancia de sus tesis, sino los muñidores de ilusiones y de épicas, los alquimistas que dosifican la realidad y la ficción sin faltar a aquella ni demediar la ilusión de ésta, los que, sin militar en credos sectarios o partidistas, se apartan de lo inmediato para contemplar el conjunto e inventan para todos pautas, referencias y ejemplos.
Alatriste, que no es, según su feliz partero, ni «el más honesto ni el más piadoso», es todo un héroe -y un héroe español- construido con materiales que ahora no se llevan. No es un Harry Potter, tampoco es un Indiana Jones, y resultaría imposible que lo representase Tom Cruise. Arturo Pérez Reverte ha elaborado un personaje de leyenda con denominación de origen: español. O en otras palabras: Alatriste es, también, un desafío a lo políticamente correcto porque se fragua en todo aquello que la corrección impugna, esto es, el limo del lecho de un río histórico con tantos siglos de fluencia en la cuenca del tiempo como es España y su pasado. Y José Luis Rodríguez Zapatero acudió al estreno de la película. Si, además, nuestro presidente leyera «Limpieza de sangre» o «El sol de Breda» o «El oro del rey» o «El caballero del jubón amarillo» -todo el Capitán Alatriste en acción- eso que habríamos ganado en la pelea para que España no se evapore.