Alberto Ruiz-Gallardón, político y caballero

Sin que me afecte una crispación excesiva ni mucho menos un acaloramiento sentimental, por razones obvias quiero no permanecer en silencio ante lo ocurrido con Alberto Ruiz-Gallardón, mi amigo. Desde hace muchos años he conocido la manera de ser de quien acaba de presentar la dimisión de sus importantes cargos, y he confirmado, día a día, etapa tras etapa, la inmensa valía, el fuerte carácter y las limpias decisiones que han acreditado su vida política. No niego que en algún punto haya tenido con él alguna diferencia, pero en el conjunto de su gran obra política siento no sólo el entusiasmo de mi admiración, sino la firme devoción hacia su persona y su obra.

El ejercicio de la política es siempre difícil y arduo. Yo lo he conocido en tiempos lejanos, muy distintos, aunque haya cosas que nunca cambian. Actué en solitario y en soledad me fui. En una ocasión le dije a Franco que yo sobraba en el Consejo de Ministros. Él, en el balbuceo de su vejez, que es siempre la etapa más corta de la vida, negó que hubiera razón alguna para abandonar mis responsabilidades políticas. Recuerdo que textualmente le dije: «Mi general, yo estorbo». Franco me miró con aquella forma inquietante con que solía hacerlo cuando se enfrentaba a sus interlocutores y me dijo: «Usted lo está haciendo bien». Entonces yo le dije: «Mi etapa ha terminado; resistiré por mi lealtad a su excelencia, pero yo ya no soy de este tiempo». Franco me miró, hubo un silencio y me dijo: «No juzgue usted al tiempo, sino a sí mismo». Otras circunstancias precipitarían después mi salida del Consejo de Ministros y, después, la persecución de que fui objeto hasta treinta años después en mi propia vida. Todo ha pasado ya en relación conmigo. Soy tan sólo un viejo español que de cuando en cuando calienta su imaginación y protagoniza la rabia inmoderada contra diversos aspectos de la vida nacional. Me cuestan los silencios, los he padecido sin crispaciones definitivas en mi ánimo.

Pero la observancia diaria del ser y del quehacer de Alberto reavivó mis esperanzas en el futuro de este país. Su preparación era asombrosa; su capacidad de réplica, escandalosa e increíble; su meditación, honda y sabia. El ejercicio de sus funciones, siempre adecuado a lo que él consideraba su deber. Me he sentido orgulloso de tenerlo próximo a mí por circunstancias familiares. Nunca me decepcionó, pues hasta en sus horas bajas me demostró la nobleza de su humildad; nunca encontré en él cobardes vacilaciones, sino jubilosa entereza. Me consta que él ama a España con dolor, con profundo respeto y sentido de la modernidad. Estoy seguro de que lo seguirá haciendo hasta los últimos días de su vida. Impertérrito ante las ofensas de sus enemigos, nunca descompuesto ante las injurias, jamás afectado por rencorosas vicisitudes. Noble, leal, amistoso y comprensivo, jamás contemplé en él ánimo de descalificación de sus adversarios. No escuché de él ninguna crítica, y hay algo que me permito subrayar: su inmenso amor a España, su valor de caballero legionario paracaidista, su moral que nunca reblandeció su ánimo, sino que le impulsó a afrontar las mayores empresas.

Respeto su decisión, que aliviará la lógica tensión de su familia, que siempre le ha apoyado, pero que durante tanto tiempo ha ansiado que abandonara tantas dificultades y se asomara a la vida libre y civil donde podía tener un amplio campo de posibilidades.

Cuando ya se inicia frente al espacio amplio de sus merecimientos la alegría de la alabanza, cuando aparece alguna nube ennegrecida por la envidia y por rencor, yo escribo estas líneas de solidaridad con Alberto. Me quedan pocos días en el calendario de mi vida. Lo sé, pero quisiera respirar a fondo el clima de lealtad que él había forjado a través de sus años y que me permitan a mí mirar sin temblor a las estrellas, recostarme frente a la orilla del mar, aunque tenga que decir como el poeta aquella estrofa inolvidable: «Ya no me sabe a pan el pan que como».

Estimo que Alberto comprenderá el fondo de estas líneas que escribo con contenida emoción, con alta tensión que no rompe mi serenidad al juzgarlo y mirando como siempre hacia lo alto, donde desde hace tiempo parpadean con brillo las últimas estrellas.

José Utrera Molina, abogado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *