Alcaldes de lo grande y lo pequeño

Necesitamos alcaldes de lo grande y de lo pequeño. Las próximas elecciones municipales van a dirimirse más en el terreno de las marcas políticas que en el de los programas ciudadanos, al percibirse como una primera vuelta de las generales del otoño. Este previsible alejamiento de lo más próximo es desafortunado, porque sólo desde lo cotidiano podemos abordar los grandes dilemas de nuestro tiempo, el cambio climático y la desigualdad social. Si las ciudades son las principales responsables de las emisiones que están alterando los ritmos del clima, es en ellas donde debemos prioritariamente actuar; y si es el medio urbano el más elocuente escenario de las desigualdades, es allí donde habríamos de facilitar el acceso de todos a los bienes comunes.

Por eso necesitamos alcaldes atentos a lo global y a lo local; preocupados a la vez por el cambio climático y por los baldosines sueltos; capaces de entender la ciudad como un organismo termodinámico que extrae energía y materiales de su entorno mientras desprende calor y residuos, y conscientes de que no hay herramienta más igualitaria que el transporte público barato y las aceras sin obstáculos: una atención simultánea al globo y a lo inmediato que desborda por arriba y por abajo la agenda nacional de unas elecciones legislativas como las que hoy contaminan los comicios locales.

El cambio climático ha sido desplazado a un segundo plano por la crisis, y sólo la desigualdad social parece suministrar combustible al debate político. Sin embargo, como han destacado tantos —desde sociólogos como Ulrich Beck hasta activistas como Naomi Klein—, ambos están íntimamente vinculados, ambos son los principales factores de riesgo en el mundo contemporáneo y ambos tienen a la ciudad como protagonista. El reciente manifiesto de alcaldes europeos, que se comprometen a unir sus fuerzas para atajar el cambio climático mediante el control de la expansión urbana, el fomento del transporte público y la mejora energética de los edificios es un paso en la buena dirección. Suscrito en París, la misma ciudad donde se celebrará la cumbre del clima en diciembre, el texto promovido por la alcaldesa Anne Hidalgo afirma que “el cambio climático es global, pero las soluciones son, ante todo, locales”, y sería deseable que sus conclusiones fueran asumidas y publicitadas por los candidatos que durante las próximas semanas van a competir en nuestras elecciones municipales, contribuyendo a elevar la discusión a un plano de solidaridad cosmopolita, y a definir espacios políticos de encuentro en el esfuerzo por configurar una modernidad alternativa.

Frente a la visión catastrófica del progreso como una locomotora sin frenos, impulsada por el apetito insaciable del capitalismo industrial por los recursos naturales “hasta que la última tonelada de combustible fósil se haya reducido a cenizas” —para expresarlo con la frase exacta de Max Weber—, sólo se ha levantado un ascetismo sombrío, entreverado de culpabilidad por la violación de la naturaleza. Sin embargo, autores como el desaparecido Beck —junto a Anthony Giddens y Scott Lash— han propuesto una modernización reflexiva, que revise la tradición, ponga en su centro la crisis ecológica e introduzca el riesgo como un factor esencial en la toma de decisiones políticas.

Desde luego, no es fácil estimular una transformación radical de los estilos de vida y los hábitos de consumo, tal como exige la urgencia del cambio climático, y menos aún si se tiene en cuenta que implica colosales transferencias de recursos y poder entre regiones del mundo, sectores económicos y clases sociales, hasta el extremo que muchos —desde marxistas ecototalitarios como Rudolf Bahro o Wolfgang Harich hasta políticos visionarios como el recientemente fallecido Lee Kuan Yew— han juzgado incompatibles la democracia liberal y la supervivencia social, propugnando modelos esencialmente jerárquicos.

Si las democracias quieren evitar la deriva autoritaria que algunos pronostican ante la dimensión de los desafíos globales, es imprescindible que los gobernantes presten atención minuciosa a lo pequeño, y eso sólo es posible en el ámbito local. Cuestiones con poco glamour geopolítico, como la seguridad y limpieza de las calles, la asequibilidad y la rapidez del transporte o la gestión eficaz de la basura y el agua, son las que hacen la vida cotidiana más digna y amable, y si a todo esto añadimos la defensa del peatón frente al automóvil, la vegetación bien cuidada y el control de las agresiones acústicas o publicitarias, la ciudad deviene el marco mejor para una existencia plena. Crisoles de innovación técnica y social, escenarios de los trabajos y los afectos, motores de la modernización y recipientes de la memoria, las ciudades son los nudos cordiales de las redes de comunicaciones e intercambios que tejen el planeta, y en esas encrucijadas enraizamos nuestra residencia en la tierra.

A los alcaldes futuros hay que pedirles más ciudad, pero no más cacharrería en la ciudad, porque tanto el cambio climático como la desigualdad social exigen desembarazarnos de lo prescindible, practicar el urbanismo lacónico de la sustracción y comprobar, ligeros de equipaje en nuestro viaje en el tiempo, que quizás, en efecto, menos era más, y que a través de lo pequeño podemos aspirar a transformar lo grande.

Luis Fernández-Galiano es arquitecto.

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