Alegato liberal conservador

Cuando alguien me pregunta acerca de mi definición ideológica, que es casi lo mismo que preguntarle a uno por su cartografía moral y el orden de sus prioridades vitales y relacionales, me declaro liberal conservador. Esta definición, considerada por algunos como una contradicción –se puede ser liberal pero no conservador y viceversa–, es perfectamente coherente. El nexo de unión entre ambos conceptos, además del nexo histórico y propiamente español, se encuentra en la visión escéptica del hombre y del mundo.

El liberal conservador tiene especial apego por la tradición no por el hecho de ser pasado, sino porque llega a nosotros como un conocimiento actualizado, que sobrevive a los tiempos y pasa de generación en generación por su capacidad de adaptación y como marco interpretativo que da sentido al mundo de las cosas. Su importancia no reside en un carácter ritual sino en ser experiencia acumulada que no desdeña el cambio y, en palabras del filósofo británico Michael Oakeshott, «es una forma de adaptarse a los cambios». Por tanto, se equivocan los liberales progresistas –socialdemócratas que aceptan el libre mercado– que ven en la tradición una invitación al inmovilismo. El liberal conservador no es inmovilista, simplemente da importancia al conocimiento de la Historia y tiene respeto por la herencia recibida y el futuro de las generaciones venideras. La perspectiva histórica tiene importancia a la hora de tomar decisiones, puesto que aquello que se presenta como novedad no tiene por qué ser bueno. Es más, se puede tornar en algo destructivo que termina por arrasar instituciones, usos y costumbres que son las referencias que el individuo tiene para manejarse en el mundo. La Historia se vuelve así una compañera a la que acude el buen liberal conservador para encontrar respuestas o para no repetir errores. Lo que de por sí es una evolución, supone un cambio y refleja uno de los valores cardinales del universo moral del liberal conservador: la humildad.

La humildad es fruto de la observación de la naturaleza caprichosa del ser humano, pues de dos hermanos educados en igualdad de oportunidades, pueden salir dos personas totalmente opuestas en principios y en valores, en su forma de vivir en el mundo. Las personas somos capaces de realizar grandes obras y grandes monstruosidades, porque somos horizontes abiertos. Racionales, pero también instintivos, con inteligencia para hacer el bien, pero también el mal. No hay un buen salvaje rousseniano que abandona su bondad a causa de las instituciones. No. Somos algo, pero no tanto como para justificar la soberbia del ingeniero social o del liberal progresista que conciben el Estado como un instrumento generador de felicidad, además de vehículo para dar satisfacción a la pulsión de poder. Si hubiésemos prestado más atención a la tradición, nos habríamos librado de los políticos de inspiración adanista que por querer romper tradiciones y acuerdos nos han llevado a una situación tan frágil y vacía como peligrosa.

Ya decía Popper –de moda entre los nuevos socialdemócratas– que «somos demócratas no porque la mayoría siempre tenga razón, sino porque las tradiciones democráticas son las menos malas que conocemos» y que «las instituciones solas nunca son suficientes si no están atemperadas por las tradiciones» (La opinión pública y los principios liberales, 1954). La tradición es una fuente de conocimiento que permite hacerse cargo del futuro, puesto que ¿cómo vamos afrontar el porvenir si no somos capaces de encarar el presente, que está constituido de pasado? ¿No es acaso la tradición un pasado que sobrevive acumulando futuro y que sirve como criterio adaptativo y reformador?

De ahí que el liberal conservador se incline innatamente por la reforma y desconfíe de todo aquello que, bajo el manto de la falsa modernidad que encubren las revoluciones, implique una ruptura. Porque la ruptura implica consecuencias desconocidas frente al cambio prudente, que apuesta por la continuidad y permite avanzar a las sociedades con paso certero en un mundo cambiante, que admite previsión, pero no planificación. Porque la realidad es heterogénea y plural y no homogénea y uniforme. La diferencia no es asumida con miedo ni con ánimo homogeneizador –ánimo que sí reside en los populismos, que homogeneizan todo a través de términos como «gente» o «pueblo»–, sino como una riqueza que pone en valor nuestro marco de encuentro, en tanto que es éste el que facilita nuestra convivencia: la Ley, que es «la base indispensable del orden en todas las naciones civilizadas» (Antonio Cánovas del Castillo).

Pero la confianza inexorable en la Ley como instrumento que garantiza la libertad –«pues la libertad ha de ser el estar libre de las restricciones y la violencia de otros, lo cual no puede existir si no hay ley» (John Locke)– no implica la necesidad de un Estado grande. En contraste con los liberales progresistas, que ven en el Estado la solución a todos los problemas, el liberal conservador cree en un Estado mínimo pero fuerte que se sirve de la Ley para garantizar la seguridad, la libertad y la inviolabilidad de la dignidad de la persona. El Estado debe velar por la estricta aplicación de la Ley y la defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, razón de ser de éste y motivo por el que los ciudadanos pagan sus impuestos. El liberal conservador pone al individuo en el centro de la política, asume la imperfectibilidad del hombre -capaz de hacer el bien y de hacer el mal-, reconoce la tradición como un legado de conocimiento acumulado que nos es útil para orientarnos en el mundo y se sirve de la experiencia histórica para tomar decisiones con prudencia y perspectiva. El liberal conservador es intrínsecamente reformista, y otorga a la Ley y al Estado la función básica de proteger los derechos y las libertades individuales, evitando la hiperregulación y las intromisiones arbitrarias en la esfera individual de los ciudadanos. Por todo ello me reconozco como liberal conservador.

Jorge Martín Frías, editor de Red Floridablanca.

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