El pasado 25 de mayo, el Gobierno español anunció la capitalización de Bankia por 19.000 millones de euros, nacionalizando de hecho la institución a solo 10 meses de su salida a Bolsa. Posteriormente, se desató una controversia con el Banco Central Europeo (BCE) acerca del método de capitalización que alarmó a los mercados financieros. Este evento es sintomático del manejo que España ha dado a la crisis bancaria provocada por el boom crediticio en los años previos a la crisis.
La estrategia inicial para afrontar la crisis por parte de las autoridades españolas fue minimizar el problema (…aquí no pasa nada, todo está bajo control…), apostando que el tiempo jugaría a su favor y que el problema podría resolverse con la deseada recuperación económica. Lo cierto es que, en una crisis financiera, el tiempo casi siempre juega en contra. Por ello las autoridades españolas han realizado ya cuatro intentos para establecer cuál es el monto de reservas que necesita la banca para afrontar los quebrantos derivados no solo del portafolio de bienes raíces, sino también del deterioro crediticio general que se ha dado (y se seguirá dando) como producto de la recesión y el desempleo. Además se ha anunciado la contratación de asesores externos para darle credibilidad al último ejercicio de evaluación.
En una crisis financiera, el objetivo central es evitar que un problema de percepción se convierta en un problema de liquidez y este, a su vez, en un problema de solvencia. Para ello, es esencial recobrar la confianza de los inversionistas; como es sabido, esta se pierde con facilidad pero se recupera con lentitud. Es necesario reconocer desde un inicio la dimensión del problema en un contexto de supuestos realistas —e incluso pesimistas— y diseñar un programa que esté excedido tanto en las medidas de ajuste como en el financiamiento disponible (overshooting). Ciertamente, este enfoque no ha sido el aplicado por España en el tratamiento de su crisis bancaria.
La crisis mexicana de 1994-1996 ilustra bien la importancia de recuperar la credibilidad. En los años que precedieron a la crisis, el país recibió un flujo importante de capital impulsado por las buenas perspectivas económicas. El impulso de importantes reformas estructurales después de la crisis de 1982 había dado resultados y el país se había vuelto un destino muy atractivo para inversionistas extranjeros. Esto, aunado a la liberalización del sistema financiero a partir de 1988, condujo a niveles de apalancamiento privado sumamente elevados. Para 1993, la entrada de capitales ascendía a 30.000 millones de dólares y el déficit de la cuenta corriente alcanzaba cerca de 8% del PIB (aun con un superávit primario de las cuentas públicas de alrededor de 2% del PIB).
Durante este proceso se generaron serias vulnerabilidades que resultaron evidentes solo a posteriori. Cuando una mezcla de factores económicos y políticos ocasionó que el panorama nacional se tornara incierto, el sentimiento de los inversionistas cambió rápidamente. Las fuertes salidas de capital que experimentó el país ocasionaron una grave crisis financiera. Pero el actuar rápido logró evitar un incumplimiento de pago que hubiera incrementado los costos de la crisis. El Gobierno obtuvo préstamos por parte de Estados Unidos, el FMI y otras organizaciones internacionales. Al mismo tiempo, ejecutó un estricto plan de consolidación fiscal. El costo de esta estrategia fue muy elevado, con una contracción del PIB de 6,2% durante 1995. Pero al final resultó exitosa: la resolución mostrada y la efectividad de las reformas permitieron a México volver a financiarse en los mercados internacionales en menos de un año. Y la recuperación económica fue sumamente fuerte, apoyada por un boom de las exportaciones tras la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y una fuerte depreciación del peso. A finales de 1997 el PIB ya registraba un nivel sustancialmente superior al observado previo a la crisis.
Hacia mediados de 1995, en el momento más agudo de la crisis (siendo yo secretario de Hacienda), Gerald Corrigan, expresidente de la Reserva Federal de Nueva York, me preguntó cuál era mi peor escenario en cuanto al costo fiscal de la crisis bancaria. Le dije que alrededor del 9% del producto. Él respondió: “Multiplícalo por dos: esto es lo que les va a costar la crisis”. Resultó certera su predicción: el rescate costó alrededor de 18% del PIB, en una situación en que el financiamiento bancario total al sector privado era aproximadamente del 40% del PIB (porcentaje similar al solo peso en el PIB español del crédito bancario a la construcción y promoción inmobiliaria). En mi experiencia, la regla Corrigan se ha cumplido en un número importante de crisis financieras. Aunque pueda parecer desesperante para la autoridad e incomprensible para la ciudadanía, las pérdidas bancarias por su naturaleza suelen ir “aflorando” sobre la marcha.
Las últimas reformas impulsadas por el Gobierno español —acuerdo entre comunidades autónomas y Gobierno central para mejorar la transparencia en materia de finanzas públicas, reducción del gasto público, esfuerzos por eliminar las rigideces en el mercado laboral— van por buen camino. Sin embargo, no han sido suficientes para convencer a los inversionistas. Poco caso tiene lamentarse de la incomprensión de los mercados; ni censurar su esquizofrenia, cuando un día se preocupan por el riesgo de un nuevo desvío del déficit y, al día siguiente, por la falta de crecimiento económico causada por las medidas destinadas a evitar ese mismo desvío.
Poco le ayuda tampoco a España discusiones sin fin dentro de la eurozona acerca de cómo impulsar el crecimiento y el empleo con alivios temporales. Esta discusión está basada en un falso dilema entre austeridad y crecimiento. Aquellas economías que enfrentan crisis financieras deben ejecutar los ajustes necesarios para retomar el crecimiento en el mediano plazo: no tienen otra opción. Ello tiene un impacto inevitable sobre la actividad económica, pero el costo acumulado de los ajustes requeridos será menor si se llevan a cabo con mayor claridad, decisión y rapidez. Por otro lado, los Gobiernos que aún cuentan con espacio de estímulo interno —es decir, fundamentalmente Alemania— deben emplearlo para revertir su desaceleración y crear un entorno más favorable al ajuste de los países periféricos. Si los países que pertenecen a la unión monetaria desean mantener su moneda común, deberán realizar los ajustes necesarios para redirigir el bloque económico en una trayectoria de crecimiento sostenible.
Que España se niegue por principio a recurrir al Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (EFSF) para recapitalizar su banca puede no resultar la mejor estrategia para alejar el espectro de una intervención exterior abierta de sus cuentas públicas. La incertidumbre relativa al apoyo público requerido para garantizar la solvencia bancaria seguirá pesando de manera duradera sobre el ánimo de los mercados. Romper la interacción perversa entre riesgo soberano y riesgo bancario no se logrará con declaraciones políticas ni con intervenciones del BCE ni añadiendo a la deuda pública el costo del rescate bancario. Lo que se requiere es un mecanismo eficiente de capitalización a nivel europeo que apoye a los bancos directamente en el corto plazo, aunque a mediano plazo el costo fiscal de las posibles pérdidas sea absorbido por los Estados nacionales. Siendo realista, no es posible esperar que Europa diseñe hoy un esquema de mutualización de las pérdidas: intentar crear una “unión bancaria” antes de una unión fiscal sería, otra vez, como iniciar por la azotea la construcción de la casa común por ello, aparentemente Alemania ha ofrecido a España un programa con condicionalidad light, pero que no logra activar el cortafuegos entre deuda soberana y deuda bancaria. Sin embargo el fisco español puede garantizar el costo final de la resolución bancaria —en un horizonte del orden de cinco a diez años— sin que tenga que fondear las aportaciones requeridas desde un inicio. Este esquema pondría bajo tutela de Bruselas ciertas instituciones financieras, pero la gestión directa de la resolución seguiría siendo responsabilidad de Madrid —puesto que España absorbería el eventual costo fiscal—.
Con gran parte de los deberes cumplidos, España tiene autoridad moral para negociar con sus socios europeos —como México la tuvo en su momento con Estados Unidos—. Solo acciones decididas que demuestren el compromiso con la eurozona por parte de todos los Gobiernos podrán recuperar la confianza de los mercados y evitar la ruptura de la unión monetaria.
Guillermo Ortiz es presidente del Grupo Financiero Banorte. Fue gobernador del Banco de México y secretario de Hacienda y Crédito Público de México.