Alemania en color

Semanas atrás, miré uno de esos programas de television tan queridos por los ciudadanos alemanes. Pertenecen a un género denominado entretenimiento familiar. En este que yo digo, cuatro famosos del mundo del cine y la televisión, mediante preguntas que sólo deben responderse con un sí o un no, se afanan por adivinar la historia que se esconde tras las personas invitadas a dicho efecto al programa. Se trata en todos los casos de historias curiosas, sorprendentes, extrañas. Les pusieron delante a una mujer de sonrisa tímida y melena rubia, y al fin le acertaron el motivo por el que se hallaba allí, sentada en la silla del invitado de turno. La mujer fue el último bebé nacido en la RDA, apenas tres segundos antes que entrase en vigor el tratado de reunificación.

En medio de las bromas y las risas habituales del programa, el presentador intercaló una reflexión perspicaz, no exenta de melancolía, sobre el tiempo transcurrido desde aquella ristra de acontecimientos que condujo al nacimiento de la Alemania actual. Hace ya unos cuantos años que la reunificación alemana, como la mujer del concurso, alcanzó la edad adulta. Hoy constituye un hecho histórico que los jóvenes alemanes conocen porque se lo han contado en casa o porque lo han tenido que estudiar en el colegio.

Alemania en colorEl país al que yo llegué en los años ochenta y el que lleva el mismo nombre en esta segunda década del siglo XXI presentan diferencias notables. Creo, sin la menor sombra de duda, que este de ahora es mejor, más abierto y hospitalario. Aquel de entonces era todavía un lugar abrumado por el peso de la Historia, expuesto por demás a los vientos inhóspitos de la Guerra Fría; un lugar en el que terminaban de manera abrupta los trenes de Occidente.

Habitar un sitio que no es de paso condiciona el carácter de los nativos. Los hace de suyo cerrados y suspicaces. No conciben que un desconocido se acerque a ellos sin un motivo. A cada instante, los forasteros debíamos demostrar que abrigábamos buenas intenciones, que veníamos a contribuir, a respetar las leyes, a guardar las normas elementales de la higiene. Cuando, al poco de llegar, me preguntaron si en España también se celebra la Navidad, comprendí que mi periodo de adaptación iba a durar más de lo previsto.

Claro que el ciudadano extranjero sigue siéndolo ahora y que en algunos lugares, particularmente en ciertas poblaciones de la antigua RDA, el hombre de rasgos morenos haría bien en cambiar de acera si ve venir hacia él a un grupo de rapados con cazadoras y botas. Pero en lo que atañe a la vida diaria, en la consulta del médico, en el supermercado, en las gradas del estadio de fútbol, yo percibo que el aire ha perdido aquella textura de otros tiempos, como de membrana rígida en torno a uno, y que se ha reducido sensiblemente el número de miradas hostiles.

A Alemania le ha costado largo tiempo admitir que es un país de acogida de inmigrantes. Les guste o no a sus políticos conservadores, lo ha sido desde los años cincuenta del siglo pasado, con las populosas oleadas de Gastarbeiter o trabajadores huéspedes; lo siguió siendo con la emigración de procedencia rusa tras la caída del Telón de Acero y de ciudadanos de la antigua Yugoslavia durante la guerra de los Balcanes, y no digamos estos días con el alud multitudinario de refugiados de Siria, Irak y Afganistán.

La Alemania monocolor que yo conocí no existe, salvo tal vez en rincones del Este, los más renuentes a aceptar la presencia de fisonomías que no concuerdan con las señas raciales del hombre nórdico. Es loable el constante ejercicio pedagógico en los colegios y en los medios de comunicación por fomentar la convivencia con el que es distinto. Y si algún reproche se le hace al extranjero desde instancias oficiales es que se organice en sociedades paralelas, regidas por normas incompatibles con el Estado de Derecho.

Se ha popularizado como algo positivo y deseable, desde el Mundial de Fútbol del 2006, el concepto de buntes Deutschland o Alemania multicolor. Una Alemania desenfadada, jovial, derrochadora, que a fuerza de invadir con bañador y sandalias las playas del Mediterráneo se ha latinizado. Los férreos principios de la moral prusiana han caído en descrédito. Hoy es moneda corriente en Alemania el que los trenes lleguen con retraso, sus pilotos hagan huelga en días de ajetreo vacacional, sus políticos sean incapaces de gestionar la construcción del aeropuerto de Berlín, aún en obras tras largos años. Los programas de humor no dan abasto. Y ahora resulta que la gran insignia de la marca Alemania, la Volkswagen, se ha estado dedicando en gran escala a prácticas picarescas.

El director de un colegio de enseñanza básica donde estuve empleado me contó en cierta ocasión, ponderando el caso como si de un logro social se tratase, que años atrás estaba muy mal visto que una persona consumiera alimentos en la vía pública y que hasta la multiplicación de las heladerías y restaurantes italianos no existían las terrazas con sillas y veladores en las calles y plazas de Alemania. Aún se hablaba a mi llegada al país de la puntualidad alemana como de un valor nacional, virtud esta que hoy día se practica con relajación creciente. Se estila entre los jóvenes el saludo con roce de mejillas. A mí no me cabe duda de que el contacto físico como gesto de afecto y cortesía es en Alemania una costumbre de importación. Finalmente se ha socializado. Los mayores siguen estrechándose la mano a la vieja usanza.

El 3 de octubre de cada año se celebra el Día de la Unidad Alemana. Es fiesta; pero fiesta, fiesta: globos, conciertos, cerveza. Aquellos desfiles con retumbo intimidador de botas, antorchas macabras y exhibición de armamento quedaron definitivamente arrumbados en los vaciaderos de la Historia. Este año, el centro de la celebración estará en Fráncfort, cuya iglesia de San Pablo constituye un emblema fundacional de la democracia alemana. Angela Merkel madreará un rato al personal con unas palabras de elogio de la unidad entre los diferentes, vestida con invariable traje de chaqueta y juntando las yemas de una mano con las yemas de la otra. Y hablará, por supuesto, el presidente de la República, Joachim Gauck, en su inconfundible y un tanto estirado estilo de predicador. Todo ello mientras va acariciando las narices de los circunstantes un olorcillo rico de salchicha asada que les va llegando desde un puesto de la calle y los inducirá a mirar de vez en cuando, con disimulo, el reloj.

Fernando Aramburu es escritor.

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