Zweimal Hitler bitte!", pedí en la taquilla de la exposición sobre Hitler en el Museo de Historia de Alemania: quería decir "Dos entradas, por favor", pero las palabras que empleé (confieso que con intención de hacer un pequeño experimento) fueron "Dos veces Hitler, por favor". La señora de la taquilla no se inmutó ni titubeó. "Den gab's aber nur einmal", replicó, con su acento típicamente berlinés: "Pero si solo existió una vez", o "Solo hubo uno".
Por supuesto. Y Gott sei dank, gracias a Dios. Durante décadas, seguramente hasta dentro de varios siglos, el nombre de Hitler seguirá siendo sinónimo de maldad en todo el mundo. En nuestra Europa laica, es más frecuente ver como encarnación del mal a Hitler que al diablo. Este verano, en una piscina californiana, vi a un padre que se ofrecía para ser el "malo" y que los niños le disparasen con pistolas de agua. "¡Hitler!", gritaban mientras le lanzaban los chorros. "¡Hitler!".
Ahora bien, no existen excusas para observar los problemas de la Alemania actual y las dificultades ocasionales que tiene Europa en su relación con ella a través del prisma de Hitler. Y no solo porque hayan transcurrido más de 65 años desde su muerte, sino por el éxito de Alemania, que ha sabido reinventarse como un Estado liberal y democrático y una sociedad abierta. Una de las cosas que le han ayudado a conseguirlo es haber afrontado repetidamente su difícil pasado; la última vez, en un estudio histórico encargado por Joschka Fischer cuando era ministro de Exteriores, que demuestra hasta qué punto los caballeros del Ministerio estuvieron involucrados en el régimen nazi. Por consiguiente, que se organice una exposición sobre Hitler es prueba de lo mucho que Alemania se ha alejado de él.
Tengo que decir que no es una gran exposición. Aunque está llena de detalles interesantes, es una muestra recargada y nerviosa. Parece que necesita recordarnos todo el tiempo que Hitler era Muy Malo. No acaba de atreverse a interesarnos por su supuesto tema central: por qué Hitler fascinó y entusiasmó a tantos alemanes. Habría estado bien, por ejemplo, que hubiera una habitación oscura en la que el visitante pudiera experimentar todo el poder de esa fascinación a través de la mirada cinematográfica de Leni Riefenstahl. Pero todos los elementos guardan una sobriedad perfecta, como los visitantes callados que se apiñan en sus estrecheces.
En una de las paredes, un inteligente montaje de vídeo muestra la famosa escena de El gran dictador de Charlie Chaplin en la que Napaloni, el dictador de Bacteria, llega en tren y es recibido por Adenoid Tynkel, dictador de Tomania, junto a imágenes reales de la llegada en tren de Mussolini a visitar a Hitler en 1937 (en lasque los dos líderes rivalizan en pavonearse y saludar a las masas). La escena de El gran dictador es muy divertida; pero mi mujer y yo éramos los únicos que nos reíamos. Aquí no se ríe, somos alemanes; sobre todo, somos alemanes en una exposición sobre Hitler.
Es verdad que, si se rebusca en el libro de firmas, al final se puede ver un garabato estúpido, escrito con mano infantil, que dice que Hitler es "guay". Pero la mayoría de los comentarios, en muchos idiomas, muestran una verdadera apreciación de lo que la exposición trata de hacer.
Solo hubo un momento en el que sí noté una relación estremecedora con los debates actuales en Alemania. Había un cartel nazi que mostraba de qué forma las "razas inferiores" iban a sobrepasar en número a los arios porque tenían mayores índices de natalidad. Acabo de leer un libro muy polémico titulado Deutschland schafft sich ab (Alemania se anula a sí misma), escrito por un socialdemócrata que fue director del Bundesbank, Thilo Sarrazin. Entre varios argumentos perfectamente razonables sobre la insuficiente integración de los inmigrantes y las cargas del Estado de bienestar, Sarrazin hace la (estúpida) afirmación de que Alemania está entonteciéndose por todos los musulmanes incultos que ha acogido. No insinúo en absoluto que Sarrazin sea una especie de nazi encubierto, pero sería de esperar que un autor alemán tuviera más sensibilidad cuando habla de las características genéticas de distintos grupos étnicos.
No obstante, aparte de estos ecos marginales, el llamado "debate sobre Sarrazin" no es tan distinto de las controversias sobre la inmigración musulmana en Holanda, España, Italia o Reino Unido. El debate alemán no es peor ni tampoco, por desgracia, mejor. En este aspecto, como en muchos otros, Alemania se ha convertido en un país europeo "normal".
En cuanto a la imagen de unos soldados atacando con carros de combate, los únicos que hacen eso en serio en la Europa de hoy son los británicos y los franceses, e incluso ellos no pueden hacerlo más que, como acaban de atreverse a reconocer, si comparten sus recursos. Como la mayoría de los ejércitos europeos, el alemán hace muchas cosas valiosas, pero luchar no es una de ellas. El Bundeswehr tiene un espíritu más similar al del Ejército de Salvación que al de la Wehrmacht de Hitler.
Lo que sí hacen los alemanes de hoy, con un talento diabólico, disciplina y eficacia, es fabricar cosas que la gente de otros países quiere comprar. Podemos envidiarles, pero ¿se lo vamos a reprochar? La economía alemana absorbió la alucinante factura de la unificación del país (alrededor de 1,6 billones de euros), obtuvo el consenso para controlar los costes salariales (en un momento en el que estaban disparándose en países como Grecia), ha rentabilizado las ventajas del euro (una divisa mundial estable, unos vecinos en la eurozona que no pueden competir a base de devaluar), ha aprovechado las nuevas oportunidades de mercado en China y otros países, y, haciendo todo eso, sigue prosperando mientras otras se hundían. Su éxito se apoya en una paradoja: si todos los demás se comportaran como los alemanes (es decir, exportando y ahorrando más), como dicen ellos que les gustaría que se comportaran sus socios de la eurozona, entonces los propios alemanes no podrían seguir comportándose como alemanes. Su modelo de exportación depende de que otros sean extravagantes y compren sus bienes de consumo.
En Europa y en el mundo en general, Alemania tiende cada vez más a defender sus intereses nacionales, por su cuenta si es necesario (por ejemplo, en sus acuerdos bilaterales sobre energía con Rusia), y a reaccionar a la defensiva a las presiones internas, ya sea disminuyendo las entradas sin necesidad de visado para personas procedentes de los Balcanes, a fin de aplacar a una opinión pública alemana muy de acuerdo con Sarrazin, o pretendiendo que se hagan cambios al Tratado de Lisboa relacionados con la eurozona, entre otras cosas para eludir a su propio y euroescéptico Tribunal Constitucional. Los británicos y los franceses, que siempre han defendido sus propios intereses, son los que menos derecho tienen a quejarse.
Dicho esto, hay que reconocer que se echa mucho de menos la excepcional entrega de Alemania a Europa que fue siempre un rasgo tan destacado de la política exterior de la República Federal, desde Konrad Adenauer hasta Helmut Kohl. El proyecto europeo está estancado, entre otras cosas, porque el motor alemán ha dejado de impulsarlo. Hoy es mucho más evidente lo que Alemania quiere de Europa que lo que quiere para Europa. El ministro alemán de Exteriores, Guido Westerwelle, intentó aclararlo en un discurso pronunciado hace poco aquí, en Berlín, pero la respuesta se perdió en medio de un pudin tembloroso de barquillo neo-Genscheriano.
La verdad es que Alemania sigue necesitando a Europa y Europa sigue necesitando a Alemania, no por los motivos de antes, que tenían que ver con Hitler y el mundo de 1945, sino por otros nuevos, que tienen mucho más que ver con Hu Jintao y el mundo que probablemente tendremos en 2045.
Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia