Alemania, ¿un cambio político-económico en puertas?

Por Juerguen B. Donges, director del Instituto de Política Económica de Colonia, Alemania (ABC, 07/09/05):

El próximo día 18 de este mes se celebrarán en Alemania elecciones generales al Parlamento federal. Se adelantan un año. Existe un amplio consenso entre todos los partidos políticos y en la opinión pública: agotar el período legislativo de cuatro años no hubiera más que hecho perseverar la crisis económica que padece el país desde hace ya bastante tiempo.

Cuando el Gobierno rojiverde de Schröder llegó al poder en 1998, el canciller asumió como objetivo prioritario para la política económica reducir notablemente el nivel de desempleo, que por aquel entonces afectaba a casi cuatro millones de personas, equivalente a una tasa del 11,2 por ciento de la población activa. Hoy sabemos todos que el Gobierno ha fracasado. El paro laboral no ha bajado, sino que ha aumentado. Los datos más recientes de la Agencia Federal de Empleo lo sitúan en 4,7 millones de personas, lo que supone una tasa del 11,4 por ciento. El problema es más grave, puesto que no se registran los cientos de miles de personas que asumen empleos temporales subvencionados por el Estado o que están escondidos en los diversos programas de la política activa de empleo. De hecho, el número de empleos regulares -y el de afiliados a la Seguridad Social- sigue disminuyendo. Necesitamos en Alemania, por lo menos, seis millones de nuevos puestos de trabajo.

Los nuevos puestos de trabajo los tiene que crear, en una economía de mercado, la empresa privada antes que nadie. Con el fin de que realice las inversiones pertinentes, tiene que poder formar expectativas positivas sobre la rentabilidad de esas inversiones. En Alemania, hacer esto no es fácil, debido a dos causas fundamentales: por un lado, los costes de la mano de obra son comparativamente muy altos y el mercado de trabajo está sometido a un sinfín de regulaciones que impiden adaptarse con flexibilidad a los cambios del entorno, caracterizado por una competencia internacional muy intensiva. Además, en Alemania la fiscalidad sobre inversiones es la más elevada de la Unión Europea de los Veinticinco. Para muchas empresas alemanas es, en estas condiciones, más rentable o bien sustituir mano de obra por maquinaria o bien trasladar la producción a otros países.

Por otro lado, el Gobierno ha sembrado demasiada incertidumbre entre los agentes económicos. Por ejemplo, ha anunciado reformas estructurales que luego sólo ha emprendido en parte; otras reformas indispensables no las ha ni querido considerar. Ha prometido una y otra vez el saneamiento de las descompuestas finanzas públicas, pero en realidad ha aumentado el endeudamiento y lleva cuatro años infringiendo, con un excesivo déficit público, las normas del Pacto de Estabilidad europeo. Ha refrendado la directiva del ex comisario Bolkenstein de liberalizar la prestación de servicios dentro del mercado único europeo, mas a la hora de la verdad la ha torpedeado y ha exigido, con el apoyo de Francia, que el Parlamento Europeo enmiende esta directiva en defensa de las actividades nacionales.

En la política económica en Alemania durante los últimos años ha primado la incoherencia. Una parte de la responsabilidad recae sobre la oposición parlamentaria de democristianos y liberales, que tienen la mayoría absoluta en la Cámara Alta y que han frenado más de un proyecto prometedor que presentó el Gobierno para la aprobación requerida. Pero también hay que decir que en el propio SPD hay muchos que nunca han dejado de ensalzar las virtudes de un Estado de Bienestar llevado con precisión alemana hasta los últimos rincones de la sociedad, ni de defender amplias intervenciones públicas en la economía, sin tomar nota de los innumerables estudios de analistas alemanes y organismos internacionales que demuestran la insostenibilidad en el tiempo de ese paradigma. La llamada ala izquierda de los socialdemócratas siguió a Schröder sólo a regañadientes cuando éste, en marzo de 2003, por fin puso en marcha la célebre Agenda 2010, abordando temas que hasta entonces habían sido tabú. Con un SPD mirando a la vez hacia atrás y hacia adelante, estaba armada la trampa de la credibilidad. La falta de credibilidad de la política económica causa tarde o temprano un estancamiento económico como el de Alemania. Ya lo habían explicado los profesores Finn Kydland y Edward Prescott, que por sus investigaciones macroeconométricas fueron galardonados con el Premio Nobel de Economía de 2004. Pero en Berlín se desconocía este importante mensaje lanzado desde las esferas académicas.

Quien salga victorioso de las urnas se encontrará con un legado nada envidiable. Pero no podrá mirar a otro lado, sino que tendrá que ponerse manos a la obra y reformar de pies a cabeza la economía alemana con el fin de recuperar la senda del crecimiento y del pleno empleo. La desregulación del mercado de trabajo, la moderación de las prestaciones sociales, la reducción del Impuesto sobre Sociedades, la abolición de las múltiples y distorsionadoras subvenciones, la eliminación de procesos burocráticos innecesarios, la mejora de la calidad del sistema educativo y la consolidación presupuestaria son tareas indispensables en la próxima legislatura. Hace falta un programa de choque, basado en reglas de actuación creíbles.

La mayor probabilidad de que cambiasen las cosas fundamentalmente se daría si el nuevo ejecutivo fuera liderado por Angela Merkel -la candidata a la cancillería del CDU-CSU- en coalición con los liberales del FDP. Los sondeos actuales apuntan hacia esta variante. Si, por el contrario, los resultados electorales les dieran la mayoría absoluta a los conservadores o sólo permitieran la gran coalición entre éstos y los socialdemócratas, las perspectivas de reforma económica disminuirían bastante. Y si saliera confirmado en el cargo el actual Gobierno o la coalición incluyera al Partido de Izquierda, de reciente creación, el futuro económico de Alemania estaría en el aire por tiempo indefinido.