Alemania y España

Por Pedro Schwartz (LA VANGUARDIA, 05/07/06):

El partido entre Alemania y España en el Campeonato Mundial de fútbol no pudo ser, pero sí cabe enfrentar amistosamente las dos naciones en el campo de la política pública. Las dos necesitan resolver algunos de los problemas planteados por la organización federal del Estado, por una inclinación hacia la intervención económica y por un sistema electoral que obliga a menudo a gobernar en coalición. Mientras Alemania intenta volver a los tiempos del milagro alemán de los veinticinco años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, España poco a poco se aleja del Pacto Constitucional de 1978 y de las liberalizaciones económicas de los últimos años del siglo XX. Hoy todo es decir que la locomotora alemana no tira del tren europeo y que la economía española sigue creciendo. Pero hay que examinar los fallos de las estructuras políticas y la permanencia de las tendencias económicas de ambos países antes de lanzar juicios superficiales.

He tenido ocasión de visitar Alemania con alguna frecuencia durante los últimos años y compararla con sus vecinos Francia e Italia, por lo que mehe formado una impresión positiva de la política y la economía germanas. Así como los franceses padecen el síndrome de la debilidad ante cualquier presión de la calle y los italianos se encuentran atenazados por los fallos de un Estado enfermo y omnipresente, los alemanes se dan cuenta de la necesidad de conseguir un cambio consensuado, prudente, pero profundo. Lo que han hecho por sus compatriotas del Este es admirable, a pesar de algunos errores. Se equivocaron al fijar el cambio del Ostmark con el Deutsche Mark del Oeste en uno por uno para las pensiones y uno por dos para todo lo demás: así se hundió repentinamente la capacidad exportadora de los antiguos Länder comunistas sin por ello evitar la emigración hacia el territorio de la antigua República Federal. Aún están invirtiendo los Wessies en el Este todos los años lo equivalente al PIB de Chequia. He podido comparar el estado de las carreteras en la antigua RDA nada más caer el muro y en el año del Mundial de fútbol: una diferencia abismal sobre la base del principio de que la inversión pública ha de servir para equiparar las regiones, no para privilegiarlas. El Estado de bienestar alemán es a todas luces excesivo, como lo es el poder de los sindicatos y la intervención pública en los más diversos sectores, las instituciones financieras, la distribución comercial, la educación: generosas y tempranas pensiones, curas balnearias cubiertas por el seguro de enfermedad, participación de los sindicatos en los consejos de administración, instituciones financieras gobernadas por los políticos de los Länder, estricto control de las horas de apertura de los comercios, educación universitaria totalmente gratuita. El resultado es una tasa de paro casi tan alta como la española y un crecimiento económico apenas por encima del 1%.

Sin embargo, la industria alemana sigue siendo la más exportadora del mundo, por valor de 80.000 millones de dólares al mes, por encima de EE. UU., China o Japón. Si todas esas intervenciones y rigideces pudieran disolverse, la máquina productiva alemana podría volver por sus fueros.

Los intentos de reforma de Gerhard Schröder resultaron infructuosos, entre otras razones por la resistencia de un Senado en el que los Länder gobernados por la oposición echaban abajo las propuestas del gobierno de izquierdas. Acabadas las elecciones generales casi en tablas, se impuso la necesidad de una gran coalición entre las dos grandes formaciones, con la señora Merkel y sus democristianos flanqueados por unos socialdemócratas sin un líder firmemente establecido. El contrato de coalición incluía reformas socioeconómicas dolorosas, aunque menos de las necesarias. Pero quizá lo más importante ha sido el acuerdo sobre la reducción de los poderes políticos de las autonomías en el Senado. Las materias sobre las que la Cámara Baja precisará la concurrencia del la Alta se reduce de 60% de los proyectos al 37.

Las grandes tendencias de la política española apuntan en dirección precisamente contraria. Habría sido necesario, para mí al menos, un acuerdo en materia de política exterior, sobre todo para defender los derechos de propiedad españoles en Latinoamérica o para encauzar la marea migratoria. La política industrial no es capaz de abrir el país a la competencia y necesita el acuerdo de las alas liberales de populares y socialistas. La reforma del sistema de bienestar para mantener la viabilidad de las pensiones y la sanidad exige evitar juegos populistas. En especial la transformación de nuestro sistema constitucional necesitaba superar la discordia de los dos grandes partidos, que fomenta nacionalismos de campanario, o envalentonara a los terroristas. La sola lista de estas políticas necesitadas de mínimo acuerdo basta para hacernos ver qué lejos estamos los españoles de pensar siquiera en un patriótico esfuerzo como el alemán. La cosa viene de lejos, sin duda: Pujol se negó siempre a que hubiera nacionalistas catalanes en el gobierno del Estado, sin ver que muchos de los agravios locales podrían haberse corregido en origen. Pero lo ocurrido desde el 11 de marzo pasa de todo lo aceptable para quienes estamos imbuidos del espíritu de la Constitución del 78: Aznar no convocó a todos los líderes en la Moncloa para enfrentarse con la crisis; los socialistas acusaron a los populares hasta con violencia física de tener la culpa de los muertos asesinados por otros; luego, la política religiosa, la de derechos humanos, la educativa, la autonómica, la antiterrorista, se han convertido en armas políticas.

Una opinión pública casi inerte parece resignada a que España se disuelva y deje de contar en el concierto de las naciones. El votante reaccionará cuando se vea cuesta abajo.