Debo comenzar advirtiendo de que tengo no ya simpatía, sino una inmensa deuda con Alemania. Allí pase la década clave, entre juventud y madurez, completé mi formación, descubrí mi vocación, conocí a la mujer con quien he vivido y, por último, pero no menos importante, descubrí la libertad. Demasiado para ser imparcial, por más que quiera serlo. De ahí mi advertencia.
Alemania, como Francia, Italia, Inglaterra, España, es uno de esos países sobre los que corren lugares comunes, más o menos ciertos. En este caso, el de «cabezas cuadradas», trabajadores, agresivos, con genios en ciencias, artes y letras, junto a auténticos monstruos, aunque Hitler era austriaco. Pero creo que sus cualidades superan a sus defectos. Tan prácticos como románticos, mi primera sorpresa fue lo poco que sabía de su historia o lo poco que me habían enseñado. Alemania ha cambiado de forma y de fondo un montón de veces, la última en 1989, al conseguir la reunificación, aunque hubo otra en el siglo XIX, cuando Prusia unificó una serie de pequeños reinos y principados, o sea, es un Estado relativamente reciente, aunque su ascenso fue rapidísimo y antes de que acabara el siglo se había convertido en la nación más fuerte de Europa. Con la peculiaridad de ser también liberal -en ningún lugar Voltaire se sintió cómodo como en la corte de Federico, «el rey sargento»- con Bismarck como canciller dictando las primeras leyes sociales del continente. Claro que, al mismo tiempo que creaba el Segundo Imperio, das Zweite Reich, el de Hitler fue el Tercero. ¿Y cuál fue el primero?, preguntarán ustedes, como pregunté yo. Pues, prepárense: el de Carlomagno, Karl der Grosse, tal vez porque tenía su corte en Aquisgrán, hoy Achen. Lo que quiere decir que Cataluña, como Marca Hispanica del Imperio Carolingio, perteneció un día a Alemania. Como se entere Puigdemont, se planta en Berlín a pedir que nos la reclamen, para luego exigírsela.
Pero sigamos con la singular historia alemana. De cuantas sorpresas guarda, la mayor, al menos para mí, y puede que para ustedes es que, tras esa fachada de fortaleza y seguridad en sí mismos se esconde una tremenda frustración, casi un complejo inconfesado e inconfesable: ellos, que muestran un aire de superioridad hacia todo lo latino, sienten como un defecto de nacimiento no haber pertenecido al Imperio Romano. «La culpa la tuvo Julio César» me dijo en la sobremesa de una comida tan copiosa en viandas como en cerveza, un medievalista de la Universidad de Berlín, que al ver la extrañeza en mi rostro, siguió. «Si Cesar, que se entretuvo en las guerras en España y las Galias, para dirigirse luego a Roma a que le asesinaran, se hubiera atrevido a cruzar el Rin, hoy hablaríamos una lengua romance, hubiera habido algún Papa alemán, no hubiera habido Reforma Protestante, ni guerras de religión que asolaron Europa y retrasaron la llegada de la nación alemana varios siglos». Me atreví a elevar una objeción, con el debido respeto a un herr professor dos veces doctor: «Bueno, pero ustedes se pasaron la Edad Media con el Sacro Imperio Romano-Germánico». Lo que le enfureció aún más. «Ese fue nuestro error. Aquello no era ni sagrado, ni imperio, ni romano, ni casi germánico, pues el “emperador”, era el jefe de la última tribu que llegaba de Asia. Y, encima, tenía que guardar servidumbre al Papa». Entonces comprendí por qué los alemanes, después de haber estudiado la cultura greco latina mejor que cualquier griego, italiano o español, escapan al Mediterráneo siempre que pueden. Y por qué los mediterráneos que deseaban aprender y modernizarse iban a Alemania. Hoy, van a Estados Unidos, que en buena parte es un producto alemán. Por algo en el Congreso de Filadelfia donde se decidió la estructura de la nación recién independizada, al elegir idioma, el inglés gano al alemán por sólo un voto.
El caso es que, pese a haber tenido la primera gran revolución, la Protestante, la escudería de filósofos, literatos, músicos, científicos y banqueros (la Corona española estaba siempre en deuda con ellos), los alemanes, debido a su fragmentación, llegan tarde a los imperios coloniales, el portugués y holandés era mayor que el suyo, y deben contentarse con un par de territorios en África y algunas islas en Oceanía. Pero el desequilibrio entre el potencial científico, industrial, económico, cultural alemán y su pequeñez como gran potencia no hacía más que crecer, sobre todo tras derrotar a Francia en 1870 y advertía que se preparaba un nuevo orden europeo o puede que mundial. El estallido lo provoca un atentado en Sarajevo, en el que se ven envueltas todas las potencias europeas y los Estados Unidos.
Alemania pierde no sólo sus colonias, sino también su nivel de vida debido a las durísimas condiciones que le impone el Tratado de Versalles. Únanle una inflación galopante y una crisis mundial, con la aparición de un político ultranacionalista con la revancha como programa, y tendrán los ingrediente para la Segunda Guerra Mundial, que Alemania vuelve a perder, junto a su condición de Estado, al quedar dividida en zonas controladas por la potencias vencedoras. Por fortuna, esta vez Estados Unidos no cometió los errores de la guerra anterior y en vez de desvalijar al vencido, le prestó ayuda para reconstruirse, con la condición de aceptar la democracia y no volver a las andadas, que los alemanes cumplieron con su tradicional disciplina. Lo hicieron tan bien que a los diez años, cuando yo llegué, habían levantado un nuevo país en su mitad occidental. Ayudó que eligieran como canciller a un exalcalde de Colonia con más de 70 años, y que coincidiera con un presidente francés en que no debían volver a pelearse. Pronto se les unieron los pequeños países del Benelux y comenzó a construirse la Unión Europea, el viejo sueño tantas veces intentado como fracasado. El llamado «Milagro alemán» fue producto de la laboriosidad de sus gentes, de su deseo de pasar página, de que tuvieron que renovar su entera industria y de que la prohibición de tener un ejército, les ahorró tal gasto.
Alemania Occidental se convirtió en el país favorito, no sólo por su reconstrucción modélica, sino también por su generosidad dentro de la UE, al ser el principal contribuyente a los fondos de cohesión que buscan igualar las diferencias. España, entre otras cosas, le debe en buena parte su red de autopistas. Con el aumento de miembros, los problemas también aumentan y ha habido serias dificultades económicas en algunos países. Todas resueltas. La crisis del Covid-19, sin embargo, es de tal magnitud que son muchos los que están en riesgo. Los ojos se vuelven a Alemania, única capaz de aportar los fondos necesarios. Está dispuesta a ayudar sin haberse comprometido del todo, lo que provoca críticas. Déjenme terminar con una historia poco conocida: financiar la reunificación significaba acoger a 17 millones de inmigrantes que llegaban con lo puesto, pues no valía su moneda, ni su industria, ni había fondos para sus pensiones. Para pagarlo, el Gobierno alemán impuso a sus ciudadanos occidentales un impuesto especial, que sólo dejó de pagarse a principios de este año. Sin que nadie protestase ni pidiera un céntimo a Bruselas.
José María Carrascal es periodista.