Sí, Estados Unidos logró esquivar otra bala gracias a un acuerdo de último minuto sobre el tope a la deuda. Pero restan 90 días para superar la división ideológica y partidista antes de que otra crisis haga erupción y la mecha de la bomba de la deuda estadounidense se acorta cada vez más. Mientras un gobierno estadounidense disfuncional se asoma al abismo, China –el mayor acreedor extranjero de Estados Unidos– tiene mucho en juego.
Comenzó tan inocentemente: hace tan solo unos años, en 2000, China poseía solamente unos $60 mil millones en activos del Tesoro de EE. UU., aproximadamente el 2 % de los 3,3 billones de deuda estadounidense en manos del público. Pero entonces ambos países subieron la apuesta al despilfarro fiscal de EE. UU. La deuda de EE. UU. se disparó a casi $12 billones ($16,7 billones si se incluyen las tenencias intragubernamentales). Y la participación china en el exceso de deuda estadounidense en manos del público aumentó a más del quíntuple, hasta casi el 11 % ($1,3 billones) para julio de 2013. Junto con aproximadamente $700 mil millones en tenencias chinas de deuda de agencias estadounidenses (Fannie Mae y Freddie Mac), la exposición total china de $2 billones en activos gubernamentales y cuasigubernamentales estadounidenses es gigantesca sin importar qué parámetro se considere.
Las compras aparentemente abiertas de deuda gubernamental estadounidense se encuentran en el corazón de una red de codependencia que vincula a ambas economías. China no compra bonos del tesoro por benevolencia, ni porque considera a Estados Unidos como un brillante ejemplo de riqueza y prosperidad. Ciertamente no se ve atraída por los rendimientos y la seguridad aparentemente libre de riesgos de los papeles del gobierno de EE. UU., ambos en juego en una época de tasas de interés nulas y crecientes preocupaciones sobre la cesación de pagos. Tampoco es una cuestión de simpatía; China no compra bonos del tesoro porque desea mitigar el dolor de las arriesgadas políticas fiscales estadounidenses.
China compra esos activos porque se ajustan a su política cambiaria y al crecimiento impulsado por las exportaciones del que ha dependido durante los últimos 33 años. China ahorra sus excedentes, ha tenido grandes superávits en su cuenta corriente desde 1994 y acumuló una gigantesca cartera de reservas en moneda extranjera que actualmente casi llega a los $3,7 billones.
China ha reciclado aproximadamente el 60 % de esas reservas convirtiéndolas en activos del gobierno estadounidense denominados en dólares porque desea limitar la apreciación del yuan respecto de la moneda de referencia mundial. Si China comprara menos dólares, el tipo de cambio del yuan –que aumentó el 35 % respecto del dólar desde mediados de 2005– se fortalecería más bruscamente todavía, poniendo en riesgo su competitividad y su crecimiento impulsado por las exportaciones.
Este acuerdo le calza a Estados Unidos como un guante. Dado su extraordinario déficit de ahorro interno, EE. UU. sufre déficits crónicos en su cuenta corriente y depende de inversores extranjeros para cubrir sus necesidades de financiamiento. Los políticos estadounidenses dan esto por sentado como un privilegio especial conferido por la posición del dólar como principal moneda de reserva del mundo. Cuando se los consulta por la dependencia estadounidense de los acreedores extranjeros, a menudo responden con petulancia “¿A dónde más pueden ir?”. Escuché esa expresión muchas veces cuando testifiqué ante el Congreso de EE. UU.
Por supuesto, Estados Unidos también se beneficia de muchas otras formas gracias al modelo chino de crecimiento hacia afuera. Las compras de bonos del Tesoro ayudan a mantener bajas las tasas de interés estadunidenses –posiblemente hasta en un punto porcentual– y eso proporciona un amplio apoyo a otros mercados de activos, como los de acciones y bienes raíces, cuya valuación depende en alguna medida de las tasas de interés subsidiadas por los chinos. Y, por supuesto, los vapuleados consumidores estadounidenses de clase media se benefician enormemente con las importaciones chinas de bajo costo –el efecto Walmart– que les permiten estirar sus presupuestos en una época de incesante presión sobre el empleo y el ingreso real.
Durante más de 20 años esta codependencia mutuamente beneficiosa ha sido útil a ambos países para compensar sus desequilibrios inherentes en el ahorro y satisfacer sus respectivas agendas de crecimiento. Pero en este caso el pasado no debe considerarse un prólogo. Estamos ante un desplazamiento sísmico y las recientes insensateces fiscales estadounidenses bien pueden ser el punto de inflexión.
China ha tomado la decisión estratégica consciente de alterar su estrategia de crecimiento. Su 12.° Plan Quinquenal, puesto en vigor en marzo de 2011, fija un amplio marco para un modelo de crecimiento más equilibrado que confía de manera creciente en el consumo privado interno. Estos planes están por ser implementados. Una importante reunión en noviembre –la Tercera Sesión Plenaria del Comité Central del 18.° Congreso del Partido Comunista Chino– pondrá fuertemente a prueba al compromiso del nuevo equipo de liderazgo con una detallada agenda de reformas y políticas necesarias para lograr este cambio.
La debacle por el tope de la deuda ha enviado un claro mensaje a China, que llega conjuntamente con otros signos de alerta. Es probable que el aletargamiento de la demanda agregada estadounidense después de la crisis –especialmente la demanda de consumo– persista y prive a los exportadores chinos del apoyo que necesitan de su principal mercado extranjero. Las críticas contra China lideradas por Estados Unidos –una actitud bipartidista para evitar asumir responsabilidades que alcanzó una intensidad sin precedentes en el ciclo político de 2012– sigue siendo una amenaza real. Y ahora la seguridad de la deuda estadounidense está en riesgo. Las alarmas económicas rara vez se hacen oír tan fuertemente. Ha llegado el momento para China de responder con la misma claridad.
Su única opción es reequilibrar. Varios factores internos –el exceso en el consumo de recursos, la degradación ambiental y las crecientes desigualdades del ingreso– ponen al viejo modelo en tela de juicio, mientras que una amplia constelación de fuerzas externas con centro en EE. UU. también avalan la urgente necesidad de realineación.
Con el reequilibrio llegará una disminución del ahorro del superávit chino, la acumulación de reservas en moneda extranjera será más lenta y habrá una reducción concomitante en su demanda aparentemente voraz de activos denominados en dólares. Restringir las compras de activos del Tesoro estadounidense es un resultado perfectamente lógico de este proceso. EE. UU. depende desde hace mucho de China para ingeniárselas con sus problemas fiscales, es posible que ahora tenga que pagar un precio mucho más elevado para garantizarse capital externo.
Recientemente los comentaristas chinos se han referido provocativamente a la inevitabilidad de un «mundo desamericanizado». Para China, esta no es una carrera por el poder. Debe entenderse más como una estrategia consciente para actuar de la manera necesaria para enfrentar sus propios y enormes desafíos para el crecimiento y el desarrollo en los próximos años.
EE. UU. tendrá que asumir en forma igualmente urgente una China muy distinta. La codependencia nunca fue una estrategia sostenible para ninguna de las partes. Simplemente China entendió esto antes. Los días de sus compras abiertas de bonos del Tesoro se acercan a su fin.
Stephen S. Roach, former Chairman of Morgan Stanley Asia and the firm's chief economist, is a senior fellow at Yale University’s Jackson Institute of Global Affairs and a senior lecturer at Yale’s School of Management. He is the author of The Next Asia and the forthcoming Unbalanced: The Codependency of America and China.. Traducción al español por Leopoldo Gurman.