Alerta roja: no pasa nada

Casi nunca, pase lo que pase, pasa lo que se dice que pasa. Según leo en los periódicos, de papel o luz, y escucho en las radios (de la tele me bajé a golpe de asombro sin causar, que se sepa, daño al medio), el mundo va a explotar. Dice la diestra que es por la siniestra, y al revés, dice el centro que es a pesar del centro, salvo que todos se dicen de allí, o a cinco minutos, y nadie acierta a saber qué escora a cada cual, una vez demostrado que no son las ideas. Los maoístas -según leo- han llegado para quedarse, para madrugarnos la cuenta (como si no hubiera instancias respetables que se encargaran ya de eso), y el fascismo -según escucho- se acerca a buen paso por la espalda, con un saco con la forma exacta de nuestras libertades y derechos (que son, en principio, fungibles, y, si se piensa, pocos). Y no digo yo que no, que lo dice gente buena que dedica el día a pensar, y a tomar taxis. A muchos los leo con respeto, muchos citan a otra gente, a la que me avergüenza no haber leído. El mundo va a explotar más tarde o más temprano, eso lo entiendo. O a apagarse, tal es su destino. No lo discuto. Algo se acerca. Es sólo que pego el oído y no oigo nada.

Cada vez que hay elecciones se alborota el gallinero, que es más un hormiguero, y ya venía alborotado. Se descubren asteroides cerca de la Tierra, pandemias inminentes, espectros que dormían bajo la cama. Y los medios (de comunicación, se entiende) se convierten, esa es la tentación, en fines. Es en período electoral que un periódico se parece menos al país, cuando una radio más se llena de vacío, entregados, uno y otra, queriendo y sin querer, al lexicón de cualquiera; esfuerzo desesperado, más vano cada día, por tratar de cambiar el mundo en una mesa ovalada desde la que tampoco se oye nada.

Hay quienes salen a la calle alocados, se juntan a bramar de mil en mil, por el bien de todos, por el girar del planeta, hacen melé y se cuentan, por si el marcador asusta. Hay quienes se lanzan axiomas a la cara, o encuestas milagreras, en el plató de un polígono, con corbata o sin corbata, según, por orden alfabético, en sillones nuevos, mitad contra mitad, moderados por un agitador cualquiera que parece creer, vaya usted a saber por qué, que se le escucha. Uno lee lo que murmuran los rankings -pop y listas- y todo se parece al editorial de mañana. Y nada a la vida. Unos creen que se piensa como en las colas de los Renoir y otros que los teléfonos son aún de baquelita, pero uno sale ahí fuera y no ve nada. La gente cruza la calle de diez en diez, o de veinte en veinte. Pongamos que diez. Cinco llevan, según las homilías, polo con bandera, y cinco fulares palestinos, cinco están a favor del esclavismo y cinco en contra. Cinco quieren un mundo mejor, cinco están por empeorarlo a toda costa. Salvo que uno los mira y los mira y resulta que se le parecen. Visten tirando a normal, tienen peinados normales, parecidos smartphones -como el de uno-, no cargan con rótulos ni llevan chapas, ni números tatuados, no llaman a la radio, no son guapos ni feos, ni firman manifiestos, agarran parecido el bolso, caminan así o asá. Llevan a la niña a clase, o al médico, tienen una zapatería, compran tomates, trabajan para la Diputación, están en el paro (pero van tirando), estudian y aprueban y suspenden y recuperan, se paran a tomar café (si se encuentran con alguien, si hace frío), guasapean a dos manos, se giran cuando oyen un frenazo. Y están, por lo que se ve, hasta las narices de que cualquier iluminado, cualquier élite despeinada, venga a decirles qué piensan (cada vez más alto, más a la desesperada), hartos de escuchar admoniciones, perfectamente capaces de ocuparse de sus propios desaciertos. Y no digo yo que nos hayamos hecho listos de repente, somos, mírenme a mí, tan tontos como antes, como cualquiera, tirando a dormidos. Medio ofuscados. Digo que el ruido se ha hecho hilo musical, vaya usted a saber por qué, mientras quienes fumigaban la Verdad desde un cajón de fruta se preguntan por qué ya nadie escucha por más que se le grite. Una señora pide una porra. Y un café con leche. Cada mañana. En vaso. Con sacarina. Echa un ojo distraído a la tele del bar. Y allí se le aparece cualquiera con el ceño fruncido, diciendo algo inequívoco. Y la señora mastica. Y se acaba la porra. Y se va. Dando vueltas a sus cosas.

Nada es sólo bueno o malo, claro, lo que pasa es para bien, pero también para mal: no es un avance, es un cambio. Igual que somos más sordos, somos también más cínicos (cuando nos creemos agudos, nos empanamos). Somos, en fin, medio normales, nos ocupamos de lo que nos ocupa, que casi nunca sale en la tele. Los enfermeros, de los pacientes; las abogadas, de sus clientes; porque en general nos importa lo que hacemos. Así somos. Los barrenderos limpian la acera y se lo toman en serio, sólo hay que mirar las calles. Las cosas marchan. Los profesores enseñan. Los diseñadores diseñan. La dueña de la heladería hace funcionar la tienda porque de eso dependen los brackets del niño, porque se está separando, no opinando, y nadie va a poner cafés por ella. Pensamos lo que pensamos; nos definimos como creemos que conviene, pero creemos lo que creemos. Hacemos como que opinamos. Reventadores de encuestas, mentimos mejor que nunca -el voto es nuestro misterio-, no hablamos de nuestros asuntos con cualquiera, ni hacemos caso a cualquiera, por alto que tenga el despacho, o el estrado, por afilado que tenga el lápiz. No importa lo que decimos que creemos de los hombres, importa lo que pensamos de nuestros maridos. No importa lo que contamos que nos parecen las mujeres, importa lo que sabemos de nuestras hijas. Creemos lo que creemos de verdad, no lo que creemos que creemos. No importa lo que decimos de la India, ni del dólar, ni de la apropiación cultural, ni de Malthus, ni de la homeopatía. Importa la heladería. Por eso las cosas funcionan, porque lo que nos dicen que importa no importa tanto, y lo que importa, importa, nos digan lo que nos digan. El resto es tiempo libre, el que nos sobra, el de hacer lo que da igual, el de ver series. El de echar un ojo al móvil y hacer como que nos enfadamos. Nunca tanto como para desatender la heladería.

Rodrigo Cortés es cineasta y escritor.

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