Alerta roja y nuclear en Pakistán

El segundo golpe de Estado del general Pervez Musharraf, el 3 de noviembre, mediante la proclamación de un estado de excepción que suspende la Constitución y derrumba las instituciones democráticas, sonó como un disparo de funestas consecuencias en todas las capitales occidentales y especialmente en Washington y Londres, las dos más afectadas e inquietas por el completo desastre en que se hunde Pakistán, un Estado con armas nucleares descrito por muchos expertos en terrorismo como "el más peligroso del mundo".

El caos anunciado confirma la ineptitud de Occidente para tratar a los uniformados del tercer mundo y esconder la dictadura y los intereses menos confesables bajo el manto de la democracia o la añagaza geopolítica. Los ejemplos podrían multiplicarse desde el trueno liberador de Bandung (1955), que puso en pie a las masas desheredadas y los líderes afroasiáticos. Basta con recordar que el general Musharraf fue saludado en Washington hace un año como "un defensor de la libertad", el mismo que ahora se mofa del presidente Bush, tras humillar a la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, e incluye en su proclama una insidiosa referencia a Abraham Lincoln y su restricción de las libertades durante la guerra civil de EEUU.

Los dirigentes de Washington y Londres fingen ignorar que Musharraf, llegado al poder por un golpe en 1999, nunca ha sido un demócrata, sino un dictador mediocre, obsesionado por conservar el mando mediante la represión brutal de sus adversarios, la aniquilación del poder judicial y la falsificación del sufragio. Esos desmanes fueron justificados por su cacareada contribución a la guerra contra el terrorismo, pero el golpista ha destrozado la fachada democrática y sus valedores están confundidos y avergonzados. No olvidan, empero, que Pakistán tiene bombas atómicas, cuyas primeras pruebas datan de mayo de 1998, y es un exportador notorio e ilegal de tecnología nuclear.

Musharraf se consolidó porque, a juicio de Washington, era el único policía disponible en la región sin ley. Ocho años después, la situación sobre el terreno no puede ser más calamitosa. El tribalismo agudo, el islamismo radical y el secesionismo ensombrecen el panorama. Los legionarios de Al Qaeda crecen en número y osadía, aliados con los talibanes, hasta dominar las regiones tribales paquistanís fronterizas con Afganistán donde se supone que actúan Bin Laden y sus secuaces, mientras la guerra civil castiga la región de Beluchistán, reducto de un movimiento separatista.

Los escenarios que trazan los estrategas son catastróficos. Los 160 millones de paquistanís no solo soportan la férula castrense, sino una situación explosiva en la que se mezclan los islamistas más radicales, la bomba nuclear y unos pretorianos tan divididos como imprevisibles. Los niveles de violencia no tienen precedente, como demostró el reciente ataque contra la comitiva de la exprimera ministra Benazir Bhutto. Los servicios secretos, urdidores de los talibanes, dicen combatir a los terroristas islámicos, pero a veces los protegen, en un doble juego que suscita escalofríos y que solo se entiende pensando en la rivalidad y la emulación atómica con la India, el enemigo tradicional, cuya frontera en Cachemira es la más conflictiva del mundo.

El intento norteamericano de exportar la democracia al mundo musulmán ha desembocado en una pesadilla no solo en Irak, sino igualmente en Pakistán, quizá porque nunca fue sincero y viable, sino una mera triquiñuela o pantalla ideológica para justificar el ataque preventivo primero y luego la guerra contra el terrorismo. Otras secuelas de la dictadura son el fortalecimiento de los partidos islamistas, que propugnan la imposición de la sharia; la inclinación religiosa de los que fueron laicos, como el Partido Popular de Bhutto; el desconcierto de la exigua clase media occidentalizada y el deterioro de las instituciones, que culminó con el atropello del Tribunal Supremo.

El escepticismo crece en Washington, pese al acuerdo con Bhutto para el reparto del poder, mientras el Pentágono sospecha que no puede afrontar sin los militares el endiablado desafío. La detención por unas horas de Bhutto bajo arresto domiciliario implicará probablemente la ruptura del compromiso, bajo los auspicios de Washington, y el deterioro de la situación. Y si naufraga la salomónica solución de Bhutto, Washington se encontrará ante el terrible dilema: un militar ávido de poder y sin escrúpulos o el descenso al abismo y la posterior subida al poder de un islamista enloquecido. La primera potencia del mundo se presenta aherrojada al destino de un general golpista e impopular.

La estrategia ahora hundida se mantuvo pese a que todas las encuestas señalan que Bin Laden es más popular que Musharraf, quizá porque la OTAN y su cuerpo expedicionario están persuadidos de que si Pakistán deviene ingobernable, Afganistán está perdido para la causa de la democracia que nunca existió, cada día más lejana. La región entre Cachemira y el Mediterráneo se halla en ebullición e insurgencia, y se especula sobre el próximo estallido --Egipto, Arabia Saudí, Jordania--, mientras Washington oye un oráculo apocalíptico: si Musharraf cae arrastrado por las masas, Pakistán se convertirá en otro Estado fallido como Afganistán y los secuaces de Al Qaeda tendrán acceso a los búnkeres donde se guardan el uranio enriquecido y las bombas nucleares.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.