Por Mario Vargas Llosa, escritor (EL PAIS, 20/02/05):
Leyendo unas cuantas páginas un día, y otro también, al cabo de un puñado de años he terminado veintitrés tomos de las Obras completas de Alfonso Reyes (1889-1959), publicadas por el Fondo de Cultura Económica. Ni en España ni en América Latina hay ya polígrafos de esa envergadura. Como Ortega y Gasset, Pedro Henríquez Ureña o Francisco García Calderón (que prologó su primer libro, Cuestiones estéticas, 1911), Alfonso Reyes intentó leerlo todo y escribió, sobre todo, poseído, a lo largo de una vida intensa, viajera, diplomática, académica, periodista y social, de una pasión por la cultura y un espíritu generoso que imprimieron a todos sus escritos una fisonomía inconfundible de elegancia y sana humanidad.
Escribía con tanto gusto y con una prosa tan limpia que volvía amenas sus eruditas investigaciones sobre Góngora o Sófocles, y, viceversa, lograba dar una aureola de importante seriedad a la notita frívola de circunstancias o a los lugares comunes de una alocución burocrática. Era un hombre absolutamente universal, sin orejeras nacionalistas, que se apasionaba por igual por las costumbres y las letras de su patria mejicana, como por un comediógrafo del siglo de oro español, o la literatura y la filosofía clásicas de Grecia, un país donde, según una leyenda sin duda falsa, nunca puso los pies.
La palabra diletante tiene resonancias negativas, sugiere a un picaflor superficial y esnob. Pero Alfonso Reyes la dignificó y elevó a la categoría de mariposeo estético de alta calidad, un apetito de saber, universal e incontenible, que lleva a quien lo padece a interesarse por todos los temas, épocas, culturas, y a leer y escribir sobre ellos sin convertirse en un especialista aunque siendo, en todos los casos, algo más que un beato epígono. Alfonso Reyes pudo ocuparse de Goethe, de la historia política europea del siglo XIX, de los codicilos mayas, de la teoría de la relatividad, de las jitanjáforas y de cien asuntos más, arreglándoselas siempre para instruir, seducir y divertir. Era un "hombre de letras", especie ya extinguida, con una visión tan amable y entretenida de la cultura y de la vida que en nuestro tiempo resulta casi irreal. Varios tomos de recopilación de sus artículos y ensayos aparecieron bajo el bonito título de Simpatías y diferencias. Podía haberse ahorrado la segunda opción, porque, una vez que pasaba por su sensibilidad bondadosa, su risueña inteligencia y su palabra sabrosa, todo, hasta lo más abstruso y repelente, se volvía simpático, digno de ser leído y atendido.
Sus grandes libros orgánicos, en los que invirtió tiempo y arduo trabajo, como El Deslinde y La crítica en la edad ateniense, me parecen más perecederos que aquellos, aparentemente efímeros, en los que practicaba el "arte de la viñeta" en que fue maestro consumado. Aunque llevó a cabo algunos importantísimos trabajos de investigación, como sus estudios pioneros sobre Góngora y Juan Ruiz de Alarcón, me parece que era mejor divulgador y comentarista que erudito. En sus trabajos de rastreo académico sobre el teatro, la religión, la mitología y la crítica en Grecia se dispersaba a veces en una catalogación mecánica de datos sin llegar a síntesis iluminadoras o a grandes derroteros generales. En cambio, como diletante o periodista que roza sin profundizar es espléndido: contagia felicidad, hace reír y sonreír, es culto y jamás pedante, siempre ameno. Y nadie mostró mejor, de una manera tan directa, que la buena literatura es un placer incomparable. En Los trabajos y los días o Simpatías y diferencias, por ejemplo, donde a los ensayos cuidados se mezclan textos rápidos, notas de lecturas, apuntes de viaje, ocurrencias, evocaciones de amigos o lugares, está el mejor Reyes, y leerlo es una verdadera delicia. Borges escribió de él que era "el más fino estilista de la prosa española de nuestro siglo" y, si exageró, fue muy poco. Pues era un prosista excepcional, de respiración amplia y armoniosa, fluido y diáfano, inteligente y con un formidable dominio del idioma que en sus manos se volvía maleable como una arcilla, irónico y risueño, afable y estimulante. Siempre hay en sus textos algo saludable y bonachón, un espíritu satisfecho de la vida y de las cosas, que parece mágicamente inmunizado contra la desgracia, la frustración y la amargura, incapaz del odio y el rencor.
Como crítico de actualidad pecaba de ecléctico y de excesivamente benévolo; no quería ser severo con nadie y esa tolerancia parece a veces falta de discriminación crítica. Tuvo esa misma condescendencia con sus propios escritos, amparando en sus libros todo lo que escribió, incluso unas notitas de circunstancias manufacturadas visiblemente por compromiso o para ganarse unos pesos, a sabiendas de que no durarían más que el tiempo de ser leídas. Pero, incluso esos textos olvidables son gratos de leer, porque nunca falta en ellos un epíteto sorprendente, una imagen o una música que halagan.
No es ofensivo, en absoluto, decir de él que no fue un gran creador, sino un gozoso lector y un eximio estilista cuyos libros son sobre todo el reflejo de las mejores lecturas, una transpiración de lo mejor que había producido el arte y la literatura, un enamorado de las ideas ajenas, que él sabía valorar, sintetizar, explicar y recrear mejor que nadie. Pero con toda su vasta cultura y su prosa delicada algo había en Alfonso Reyes del diplomático-escritor, del artista al que su dependencia con el poder castró a medias, impidió desbocarse, y desvió de la creación a la cortesanía literaria. Era un escritor bien educado, a quien, por temperamento y por responsabilidad profesional, resultaba imposible transgredir, ser chocante, un intelectual que se limó las uñas y los dientes, condenándose así a una limitada originalidad. Aunque respecto a ciertos asuntos jamás hizo la menor concesión -el nacionalismo cultural, por ejemplo, o la literatura patriotera-, produce cierto malestar que, en esos millares de páginas de sus obras completas, haya un respeto tan sostenido frente al poder -frente a todos los poderes-, una postura cívica que jamás entra en conflicto contra el establecimiento, que se niega empecinadamente a admitir siquiera que el mundo está mal hecho, que los gobiernos yerran y que los que mandan delinquen. Ese conformismo soterrado no atenúa la belleza de sus textos, pero les impide volar muy alto y, sobre todo, ladrar y morder.