Alfonso Sastre: radical, marginal, imprescindible

Alfonso Sastre, dramaturgo.
Alfonso Sastre, dramaturgo.

Lamentablemente, para demasiadas personas no necesariamente jóvenes, salvo que se trate de buenos aficionados al teatro, el nombre de Alfonso Sastre no significará mucho. Muerto ayer a los 95 años, llevaba ya bastante retirado de la escena en sentido amplio, de esa escena en que se representa la obra de una sola función y cuyo único argumento es envejecer, morir. Pero además de esa cuestión biológica, Alfonso Sastre, siendo una figura esencial del teatro español de la segunda mitad del siglo XX, fue a la vez un autor un tanto marginal. Por las circunstancias y por su carácter irreductiblemente intransigente.

Fue famosa (bueno, fue conocida entre los más o menos especialistas) su polémica con Buero Vallejo en torno al modo de afrontar las imposiciones represivas del franquismo. Estrenar o no estrenar, ese era el dilema a la sazón. Y mientras el autor de Historia de una escalera, mayor que Sastre y condenado a muerte al final de la Guerra Civil, optó por lo primero, sorteando como buenamente se podía la censura y renunciando a algo para poder llegar al público, Sastre adoptó una postura de intransigencia frente a la censura, esperando que las prohibiciones acabaran mostrando el verdadero y repulsivo rostro del régimen.

Así, la obra de Sastre se vio escasa e irregularmente representada, quedando, con excepciones, para grupos teatrales universitarios y para ser leída en ediciones que, estas sí, gozaban de una vida algo menos vigilada.

Sastre adoptó desde sus comienzos un teatro realista en los antípodas de lo que podía gustar a los jerarcas culturales del régimen y, para qué engañarnos, tampoco muy del gusto de la burguesía que podía llenar los teatros en la España de entonces.

Quien sí los llenaba era su homónimo y (sorprendentemente, vista su evolución) compañero de aventuras juveniles Alfonso Paso. Ambos compartieron proyectos renovadores de la escena, como el grupo Arte Nuevo. Pero Paso abandonó pronto aquel barco de destino incierto. Sastre, que pasó también por la fugaz y valiosa Revista Española, promovida por Antonio Rodríguez Moñino, donde debutaron Sánchez Ferlosio, Fernández Santos, Medardo Fraile, Aldecoa y otros nombres de primera fila de la generación del medio siglo, y que salía por entonces con la actriz Mayra (Mayrata) O’Wisiedo, persistió en su cruzada crítica y renovadora, auspiciando, junto con José María de Quinto, iniciativas como el Teatro de Agitación Social o el Grupo de Teatro Realista. Sus primeras obras (Escuadra hacia la muerte, La mordaza) llamaron la atención sobre él, convirtiéndole en un nombre a tener en cuenta.

Los problemas que trataba su teatro eran directamente políticos y a contracorriente de la moda. Véase En la red, sobre un grupo de revolucionarios perseguidos por la policía, amenazados por la tortura y acosados por la sombra de la sospecha y la traición. Era igual que las obras sucedieran en escenarios de difícil localización (el de En la red podía recordar a la guerra de Argelia, pero no era evidente).

Todo estaba muy claro para los espectadores y para los censores. Igual en una de las más conocidas, Guillermo Tell tiene los ojos tristes. Con todo su realismo y su carga de denuncia, las obras de Sastre tampoco eran simples, igual que sus héroes no eran monolíticos, sino problemáticos. Guillermo Tell es un buen ejemplo.

En aquellos años finales del franquismo, Sastre era un símbolo de la resistencia cultural, pero más minoritario y soterrado que Buero, que, arropado por la respetabilidad del temprano Premio Lope de Vega, estrenaba con regularidad.

Las obras de Sastre (La sangre de Dios, Tierra roja, Muerte en el barrio, El camarada oscuro, La sangre y la ceniza, sobre la figura de Miguel Servet…) apenas llegaban a las tablas. De Sastre, militante entonces del Partido Comunista (llegó a estar en su comité central), se decía que escribía en cafeterías de su barrio de la Concepción, ajustando su horario de escritor al laboral de los trabajadores de la zona. Además de eso, frecuentaba los asilvestrados aledaños de un barrio todavía no limitado por la M-30. En esos aledaños situó una de sus mejores obras, La taberna fantástica, en la que Rafael Álvarez, el Brujo, hizo una interpretación memorable.

Siempre radical, Alfonso Sastre abandonó el partido cuando Santiago Carrillo empezó a soltar lastre ideológico en aras de la futura legalización. Quedó aún más a la intemperie de lo que ya estaba. Unos años antes, cuando, con ocasión de una huelga de la minería asturiana, se produjo la consiguiente represión (con una repugnante actuación de Manuel Fraga) y la también consiguiente y consabida protesta de los intelectuales en forma de carta de los abajo firmantes, Torrente Ballester perdió los trabajos oficiales que tenía (prensa del Movimiento, profesor en la Armada) y se lamentó ante Sastre: “Estoy en la calle”. “Bienvenido”, parece ser que le soltó este.

En esas condiciones (independiente, a la izquierda del partido y casado con una mujer, Eva Forest, no menos radical y apodada la tupamara por algunos de quienes la conocían), le alcanzó uno de los sucesos más negros del final del franquismo: la explosión de una bomba en una cafetería de la Puerta del Sol madrileña, frecuentada por policías de la contigua Dirección de la Seguridad del Estado, que ocasionó varios muertos. Eva Forest fue detenida por supuesta implicación en el atentado y Sastre también cuando se presentó en el juzgado. El caso se sobreseyó y Sastre, tras pasar unos meses en la cárcel, se instaló en Burdeos.

Como tantos miembros de la extrema izquierda, Sastre pensó que la transición política había sido una suerte de traición y que la llama de la ruptura revolucionaria no ya con el franquismo, sino con el capitalismo, sólo seguía viva en el País Vasco. Y allí se fue a vivir (José Bergamín hizo lo propio por razones parecidas), instalándose políticamente en la izquierda abertzale por cuyas listas fue candidato en alguna ocasión. Siempre se declaró ajeno a ETA, pero sus actos no parecían repugnarle como al resto de los mortales. Era capaz, por lo menos, de hacer un chistecito con tan poca gracia como escribir “Viva E. T. A.” y añadir a continuación que se refería al escritor E(rnesto) T(eodoro) A(madeo) Hoffmann, uno de sus favoritos (Los últimos días de Emmanuel Kant contados por E. T. A. Hoffmann es otra de sus obras).

Bromas de este tipo (como decir que todos los 23 de febrero los celebra uno con una comida especial rematada con champán, aclarando luego que es por su cumpleaños) denotan, si no abierta simpatía por el terrorismo o el golpismo, al menos escasa repugnancia por ellos.

En fin, sería una pena que esa deriva final eclipsara la más que encomiable trayectoria de autor teatral (fue también poeta, narrador, ensayista y autor de guiones cinematográficos para directores como Juan Antonio Bardem) de Alfonso Sastre. Esa prolífica trayectoria, dentro de la marginalidad o el relativo malditismo que la rodea, le valió un merecido Premio Nacional de Literatura Dramática.

Por Ángel Vivas.


Alfonso Sastre nació en Madrid el 20 de febrero de 1926 y murió en Hondarribia, Guipúzcoa, el 17 de septiembre de 2021 a los 95 años

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