Alfonso XIII y Cataluña

En el año 1904, en su primer viaje a Barcelona después de jurado Rey, un joven Alfonso XIII improvisó la promesa de que en la próxima visita hablaría el catalán, promesa que no cumplió, pero que acredita la percepción que tuvo del malestar que en Cataluña provocaba el menosprecio que los catalanes entendían que se hacía a su lengua.

Años después, en 1922, llega un momento en que el Rey empieza a temer la posible descomposición del sistema de la Restauración y, visto el panorama de los políticos a la sazón ejercientes, decide asirse como un clavo ardiendo a Cambó, al que ofrece el poder, pero condiciona la oferta a que abandone sus aspiraciones catalanistas, ya que el Rey creía que su catalanismo favorable a una autonomía política le crearía una fuerte hostilidad en el resto de España, condición que Cambó rechazó indignado, al considerar que si la hubiese aceptado habría traicionado toda su trayectoria política.

Valgan estas referencias a sendas actuaciones de Alfonso XIII para intentar un sobrio acercamiento al deslinde del problema que para el ser de España viene siendo la multisecular cuestión de la serena integración de Cataluña.

Cuando el Rey responde con una promesa improvisada a la visión de que los catalanes sienten maltratada su lengua, está dándose cuenta de la parte más pasional de su sentimiento de agravio, la que constituye para muchos de ellos la entraña misma de lo que sienten como su peculiar ser y estar en sociedad, la idea teológica de una auténtica hipóstasis entre Cataluña y la lengua catalana, que sienten amenazada por la formidable potencia del castellano. En cierto modo, el amor a su lengua es la que exterioriza con mayor fidelidad la afirmación de Vicens Vives, «en Cataluña el móvil primario es la voluntad de ser».

Este móvil, en muchos catalanes vivido como pasión y por eso inaprehensible en su plenitud para quienes no participamos de ella, porque no dudamos de que Cataluña «es» en España y que por eso, más que de pasión, de lo que se precisa es de fría racionalidad, es el que hace dificultosa la compresión de fondo del tema catalán y el encuentro entre los catalanes absorbidos por la idea de que en España «no son» y el resto de los españoles –incluidos muchos, la mayoría de los propios catalanes– portadores del estandarte de que el «ser» de Cataluña «ha sido y es» en España.

Y esa liberadora fría racionalidad con frecuencia ha sido buscada en el feliz destino económico de Cataluña dentro de España, del que a estas alturas cabe afirmar con predominante certeza científica que desde 1714 la fortuna económica de Cataluña ha sido de constante ascenso y aprovechamiento del mercado, tanto peninsular como colonial, que los Borbones le abrieron de par en par, con efectos sociales tan llamativos como que, durante la primera mitad del siglo XIX, los españoles abandonasen su tradicional hábito de vestirse con tejidos de lana y lino para pasarse en masa a los textiles de algodón fabricados en Cataluña.

Esta constante de una progresión económica superior a la de otros territorios de España, no cesó durante la Dictadura, como lo acredita, aparte de evidentes datos objetivos, la expresión admirativa del president Tarradellas al percatarse del estado de la economía catalana.

–¡Quina Catalunya ens ha deixat Franco! (¡Qué Cataluña nos ha dejado Franco!).

Esto dicho por un competente conocedor de lo que aquella economía había sido, ya que, líder por Esquerra de un gobierno de Cataluña, había organizado en 1936 su planificación, así como el control obrero de las empresas.

Pero –cuidado– fue precisamente frente al relato de la prosperidad material, frente al que Vicens Vives formuló su advertencia de que Cataluña aloja una voluntad de ser que no es solo económica, lo que no obsta a la evidencia de que el propio Cambó, ante el desorden, acabó financiando el alzamiento contra la República.

Vueltos a la actualidad y hecha presente la fuerza jurídica del Estado ante el abandono por las instituciones catalanas de los cauces constitucionales, se arrastra como cuestión política a resolver la que se exhibe más acre que en los tiempos del bisabuelo de Felipe VI, aunque también con sustanciales identidades: la de la feliz permanencia en España de una Comunidad con un importante apoyo popular a su independencia, que peligra deslizarse hacia el rencor y, enfrente, una población española que es consciente de que en 1978 se asumió un modelo de Estado, el de las Autonomías, alumbrado para proveer a Cataluña de un cómodo encaje en un sistema en el que, sin embargo, un buen día el señor Jordi Pujol empezó a decir con aparente frivolidad que Cataluña se sentía incómoda y que no está dispuesta a aceptar nuevas desigualdades derivadas de privilegios territoriales, porque a la postre y en contra de una primera y superficial apreciación, el Estado autonómico –y no digamos el federal que se prédica como bálsamo de Fierabrás– dificultan más que favorecen los tratamientos constitucionales diferenciados, porque precisamente estos Estados se caracterizan por la tendencia a que todos los territorios que los componen tengan las mismas competencias, derechos y deberes, de modo que así como a Cánovas no le ofreció especial dificultad dar a los vascos un régimen jurídico y económico excepcional, apartado del común del resto de los españoles, carentes entonces de organizaciones territoriales autónomas, el Estado de las Autonomías o el federal suponen que todos los territorios políticamente reconocidos sean iguales y por eso será fácil que proyectado, por ejemplo, un beneficio constitucional particular para Cataluña, las restantes Comunidades se vean obligadas a pedirlo también, al contar con voces políticas representativas propias que serán constreñidas a hacerlo, incluso contra su voluntad, so pena de debacle electoral, como ha sido visible con el reguero de reformas estatutarias pedidas al socaire de la promovida por el presidente Rodríguez Zapatero para Cataluña, simiente de muchos de los problemas que hoy se viven en esa tierra.

El suelo luce resbaladizo: una lengua bien amada, que muchos perciben que ha sido utilizada como cuña para romper, y un Estado cuya organización constitucional ha sensibilizado la idea de la igualdad de los territorios, a salvo la curiosa y pacífica aceptación de las desigualdades vasca y navarra…

Ramón Trillo, expresidente de Sala del Tribunal Supremo.

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