Alfredo

Partimos cuando nacemos
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.
(Jorge Manrique. Coplas a la muerte de su padre)

Alfredo Pérez Rubalcaba solía decir que los españoles tratamos muy bien a los muertos pero no a los vivos, y no quisiera que mis palabras de ahora sirvieran para ratificar esa sentencia. Le quise y le admiré en vida y me creo en la obligación de decirlo en esta amarga hora de su muerte.

Tengo para mí que Alfredo tuvo una virtud sobre todas las demás, que no fueron pocas, y esa fue la de practicar la amistad, virtud en la que confluyen otras muchas, desde la sinceridad a la solidaridad, pasando por la comprensión y el cariño.

AlfredoQue en esta hora de España, donde nuestro país ha conseguido una de las más bajas cotas de mortalidad del mundo, un hombre como él se muera a una edad temprana es una pena, y no sólo para su familia, sus amigos, alumnos, compañeros de partido y adversarios políticos. Es una desgracia para España, a la que tanto esfuerzo y sacrificio personal dedicó, aunque para ello no tuviera la costumbre de nombrarla. Lo diré alto y claro: Alfredo fue un patriota en el sentido más noble de la palabra, que es el del cumplimiento del deber.

Alfredo, que en los primeros años de universidad fue un notable velocista (100 y 200 metros lisos), llegó a la política junto a un grupo de amigos universitarios de la facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Complutense: Pilar Goya (su esposa), Pilar Tijeras, Pilar Herrero, María Luisa de Paz, José González Calvet y su amigo del alma, Jaime Lissavetzky. Pasando brevemente por Convergencia Socialista, «los químicos» (que así eran conocidos) entraron en el PSOE antes de las primeras elecciones (1977). Por cierto que, siendo como eran gente rigurosa y ordenada, fueron ellos quienes llevaron durante noches interminables el control de los resultados electorales en Madrid, elección tras elección.

Alfredo perteneció a la generación del PSOE que estuvo marcada por el liderazgo de Felipe González, una muy nutrida cantidad de gente salida del antifranquismo tardío con un amplio bagaje intelectual y profesional (profesores universitarios, altos funcionarios del Estado, sindicalistas bregados y bragados…), dispuestos a mirar hacia adelante y hacer olvidar la guerra civil y sus desastres, así como enterrar definitivamente la dictadura (horrores que ahora, al parecer, conviene desenterrar no se sabe muy bien para qué). Una generación de socialistas dispuestos no sólo a desarrollar una política reformista, también a meter a España de una vez por todas en Europa. Una apuesta democrática y conciliadora que la Historia -estoy seguro- tratará con respeto y benevolencia.

No insistiré en la carrera política -larga, no como las que ganaba él en los estadios- pues es de sobra conocida. Si cuando entramos en contacto a mediados de los setenta le hubiera predicho, por ejemplo, que iba a ser ministro del Interior me hubiera mandado a hacer gárgaras.

A este propósito recuerdo el día que me invitó a comer en la residencia del ministro en la Castellana. Allí, en una mesa camilla, una joven guardia civil había puesto el mantel y nos sirvió pollo (que yo detesto) con patatas fritas. Cuando me quejé de la comida, me contestó sin pestañear: «Aquí somos frugales». A lo que contesté: «Pues la próxima invitaré yo». Y esa es otra: su desprecio por los pequeños placeres era conocido; quitando algún habano, jamás le vi beber una copa de vino o de licor, aunque eso sí, le gustaba el fútbol y en madridismo no le ganaba nadie.

Tenía en el campo de la política una envidiable visión, en la cual combinaba con gran inteligencia el corto, el medio y el largo plazo. Quizá por eso manejó con habilidad el «arte de durar» y así consiguió sobrevivir al final del felipismo e incluso a José Luis Rodríguez Zapatero, atreviéndose a ser secretario general y candidato a la Presidencia del Gobierno (2011) en las pésimas condiciones en las estaba entonces el partido, a causa de la crisis y también de un Gobierno que no quiso ver aquella tormenta. Tengo para mí que aquella apuesta en tiempos tan poco propicios la hizo intentando parar el aventurerismo que amenazaba con hundir definitivamente al PSOE.

Aunque yo viví aquellos días confusos ya fuera de la política, sentí que el esfuerzo que hacía Rubalcaba no lo hacía para sobrevivir él -aunque algún impulso personal había de tener- sino para que su partido no desapareciera… y lo consiguió, aunque a día de hoy quizá sintiera y pensara con Neruda que «nosotros, los de entonces, ya no somos los mimos». Pero no creo que sentimientos de pérdida, de estar «fuera de juego», le amargaran la vida. Un hombre inteligente como él sabía que es mejor retirarte que te retiren. Aunque había escogido el silencio, las veces que le volví a oír en alguna expresión pública me siguió pareciendo tan lúcido y tan convincente como siempre.

En esta hora de la despedida uno no puede dejar de preguntarse sobre la larga entrega del amigo a la vida política, sabiendo como sé que estos trajines en la cosa pública traen consigo más penas y desprecios que alegrías y agradecimientos, pero Alfredo había dejado atrás esa larga aventura para volver a la enseñanza y a los alumnos, un oficio más grato y más agradecido. Una pena más, esta de carácter universitario, que añadir a su pérdida.

Sea como sea, a él le son aplicables los versos que Jorge Manrique dedicó a su padre en este mismo trance:

[…] sus hechos grandes y claros/ no cumple que los alabe, / pues los vieron, / ni los quiero hacer caros / pues que el mundo todo sabe/ cuáles fueron.

Joaquín Leguina fue presidente de la Comunidad de Madrid.

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