Algo de optimismo justificado

Estamos pasando, sin duda, por momentos duros para España. Un intento muy grave de secesión en una de nuestras más ricas y pobladas regiones que, después de meses de fortísima confrontación, no ha encontrado todavía una solución razonable pese a los potentes instrumentos constitucionales utilizados, aunque quizá con excesiva mesura. Un complejo panorama judicial en el que los principales partidos políticos se encuentran enfangados en interminables querellas por corrupción. Censuras parlamentarias y durísimas presiones, fundamentadas en incomprensibles comportamientos personales, que han provocado cambios en cargos políticos muy relevantes. Declaraciones sorprendentes, probablemente en defensa de los servicios propios pero que han proporcionado buen combustible a los partidarios de los incendios. Comportamientos de países socios -y, hasta ahora, amigos- inesperados y fuera de toda razonable fundamentación jurídica... En fin, un panorama en el que no falta casi nada para hundirnos en el pesimismo respecto al futuro de nuestro país.

Algo de optimismo justificadoPero sería craso error el que lo hiciéramos. España tiene potencial económico y realidades que nos prometen un futuro excelente. El pasado año superamos en tasa de crecimiento de nuestro PIB a los mayores países de nuestro entorno y en este año también vamos camino de hacerlo. Creamos la mayor parte del nuevo empleo de Europa. Exportamos mercancías y servicios como nunca lo habíamos hecho, con participación no solo de las grandes empresas de unos pocos sectores sino con el concurso de empresas de todas las dimensiones y de casi todos los sectores de la producción. Cumplimos por primera vez con nuestros compromisos internacionales sobre déficit público. Hemos adelantado a Italia en PIB por habitante en términos homogéneos de poder de compra, lo que constituye un excelente indicador de bienestar relativo para los españoles que hace más de dos años anuncié a un reducido grupo de amigos con quienes periódicamente mantengo un grato intercambio de opiniones. Además si siguiésemos como hasta ahora, estaríamos a solo unos pasos de adelantar también a Japón en producción por habitante en paridad de poder de compra. Las previsiones del Fondo Monetario Internacional, siempre tan cautelosas, han aumentado de golpe la tasa de crecimiento de nuestra economía durante 2018 en cuatro décimas, situándola en el 2,8%, aunque los recientes datos del INE respecto al primer trimestre hacen pensar que quizá termine aproximándose algo más al 3%. Incluso ETA, la organización terrorista que tan gravísimos disgustos nos ha proporcionado durante décadas, anuncia su disolución definitiva, sin duda a causa de su innegable derrota. Y, finalmente, pero no en último lugar, parece claro que, aunque no sin cesiones, van a aprobarse los Presupuestos aportando mucha estabilidad a la legislatura, cosa por la que pocos apostaban hace escasas semanas. En el plano internacional, las posibilidades de guerra entre Corea del Norte, del Sur y Estados Unidos, tan próximas hasta ayer, se alejan ahora a toda máquina y los conflictos arancelarios entre América y China también parecen entrar en vías de posible solución. ¿Por qué, entonces, algunos son pesimistas respecto a nuestro país?

Quizá existan ciertos hechos y opiniones que ofrezcan respuestas a esa pregunta. En cuanto a los hechos, el primero y más evidente se refiere al ensanchamiento de las desigualdades sociales en la crisis y a la lentitud que se observa en el cierre de esa brecha. No se encuentra mucho consuelo en pensar que eso es lo que suele producirse en los primeros años de la salida de una crisis y que, además, esa desigualdad creciente está muy generalizada por el mundo y no es propia solo de la economía española. Y tampoco sirve de gran ayuda recordar que las revoluciones tecnológicas comienzan siempre con fuertes destrucciones de empleo para dar paso después a altos crecimientos de esa variable y, por tanto, a mayor igualdad en las condiciones de vida de toda la población.

El segundo de esos hechos, bien perceptible, es el de la grave incidencia del paro entre los más jóvenes y los fuertes desajustes que la carencia de un puesto de trabajo introduce en toda la sociedad y no solo en los propios desempleados y en sus familias. El tercero, quizá algo menos perceptible pero igualmente importante, es el de la casi inevitable onda de tristeza y pesimismo que suele invadir a las regiones y ciudades que envejecen, sobre todo si sus mayores se enfrentan a dificultades poco atendidas de su salud y a inseguridades, reales o imaginadas, respecto a sus futuras posibilidades económicas.

Las tres realidades descritas -creciente desigualdad económica, desempleo de jóvenes y pesimismo por el envejecimiento- son fenómenos que solo pueden tener cura con un crecimiento económico estable a plazo largo; con una más intensa y continuada formación de la población desempleada orientándola sustancialmente hacia el trabajo; con una mayor eficiencia del sistema sanitario y, desde luego, con la consolidación de unas pensiones razonables para los mayores. En todos esos campos quedan todavía numerosos pasos por dar y etapas importantes que cumplir, pero hay altas probabilidades de que en los próximos años seamos capaces de hacerlo.

La segunda base en que hoy se sustenta el pesimismo, más sutil y difícil de contrarrestar que los hechos anteriores, la constituye algunas opiniones no exentas de visos de verosimilitud. Esas opiniones nos advierten de que la etapa reformista, que tan excelentes resultados ha proporcionado en estos años, se ha cerrado definitivamente para el futuro, vista las dificultades y costes sociales y políticos de las reformas pendientes y dados los escuálidos apoyos parlamentarios con que cuenta no solo este Gobierno sino también los que puedan avizorarse en el porvenir. Nos queda mucho por hacer pero sin reformas profundas que impulsen con fuerza nuestra economía poco cabe esperar, sobre todo cuando el consenso necesario para implementarlas parece cada vez más lejano.

No les falta razón a esas opiniones. Reformar profundamente, entre otras, la estructura organizativa del Estado, la enseñanza, la sanidad, el sector de la energía, las pensiones y el sistema fiscal -olvidado desde hace años por los altos costes políticos que tiene impulsar la eficiencia-, encauzar la reducción de la excesiva deuda pública y completar desde el consenso nuestras redes hidráulicas así como las infraestructuras de transporte, son tareas que posiblemente exijan de más fuerzas y voluntades de las que existen hoy y de las que puedan esperarse en el futuro. Por eso resulta más necesario cada día plantearse una nueva forma de gobernar, sustentada en amplios pactos políticos sobre un programa económico de plazos largos, en el que posibles coaliciones gubernamentales tengan un papel decisivo. Algo distinto a lo actual pero cada vez más frecuente en Europa.

Las reformas comentadas, pese a su abultado número y afilado perfil, resultan de diseño relativamente sencillo aunque, lamentablemente, difíciles de poner en marcha mediante consenso en un país con tantas ambiciones personales y tantas urgencias a flor de piel. Exigirían de mucha racionalidad y de grandes renuncias al protagonismo. Su articulación en programas de gobierno debería responder a un pragmatismo fundamentado, siempre y sin excepción, en el bienestar de todos los ciudadanos y, especialmente, de los económicamente más débiles, pero con objetivos concretos y graduados según las posibilidades de cada momento para no comprometer la estabilidad de la nación. Si fuésemos capaces de lograr ese consenso, no tardaríamos en alcanzar en PIB por habitante y en paridad de poder de compra a Japón que, según el FMI, es el competidor de gran peso hoy más próximo a nosotros en la carrera del crecimiento. ¡No estaría mal, para arrancar, fijarnos esa meta!

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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