Algo de qué sonreír

Cuando estaba a punto de ponerme a escribir, mi mujer me planteó un desafío estacional: "Está llegando la Navidad, el tiempo de paz y regocijo y todas esas cosas. ¿Puedes escribir sobre algo que haga feliz a la gente?"

Lo que parece un pedido dicho de modo festivo, en realidad, es una tarea formidable. El ébola está diezmando vidas y sustentos en África occidental. Una legión de matones islamistas está aterrorizando a Siria y a Irak. Las fuerzas del presidente ruso, Vladimir Putin, han invadido Crimea y el este de Ucrania. Y si a esto le sumamos una economía global tambaleante, entonces parece que queda poca "alegría navideña" para ofrecer.

Pero la felicidad es un fenómeno complejo. La gente que vive en la pobreza puede sentirse más feliz con más frecuencia que sus pares más "afortunados". Es ese tipo de contradicción lo que ha alimentado la investigación en las ciencias sociales y la neurología, con la objetivo de responder el interrogante milenario: ¿cuál es el secreto de la felicidad?

Por supuesto, las herramientas que están usando los científicos -desde imágenes avanzadas para examinar los centros de placer del cerebro hasta ecuaciones de felicidad macroeconómicas- no están comprobadas en esta área. ¿Puede un algoritmo, por mejor investigado y cuidadosamente diseñado que esté, llegar a capturar realmente la relación entre la felicidad y factores como el ingreso, la salud, la esperanza de vida y la educación?

Como sea, es evidente que la felicidad no está dictaminada por el título laboral o el saldo de la cuenta bancaria de una persona. El comediante británico Spike Milligan pudo haber querido la oportunidad de demostrar que el dinero no compraba su felicidad. Pero sin duda habría admitido que otros factores -como la buena salud y los amigos cercanos- hicieron mucho para mejorar su estado de ánimo.

Hasta actividades aparentemente mundanas pueden -y deberían- aportar una felicidad considerable, de la misma manera que pueden representar un progreso significativo. Mi visita al dentista la semana pasada, por ejemplo, fue mucho mejor que las visitas de mi niñez. De niño, el solo ver el sillón del dentista me hacía estallar en un sudor frío, ya que anticipaba mi encuentro inminente con la batería de instrumentos destellantes aparentemente diseñados con el objetivo principal de causar un dolor insoportable. Mi experiencia más reciente, por el contrario, no fue complicada. Es más, hasta resultó agradable.

Y eso que yo no fui niño hace tanto tiempo. Imaginemos la experiencia de un niño hace un siglo o antes. Hace unos 5.000 años, los chinos usaban la acupuntura, no el cuidado dental, para tratar los dolores de muelas. A Aristóteles le preocupaban las cuestiones dentales, y escribía sobre tratamientos de dientes con caries y dolencias de las encías, extracciones realizadas con fórceps y el uso de alambre para estabilizar mandíbulas fracturadas. El clásico escritor de sánscrito Vegbhata describió 75 enfermedades orales. Y Shakespeare observó que la caries dental era una causa de dolor espantoso y de olor desagradable.

El dolor afectaba a los ricos y a los pobres por igual. La reina Isabel I de Inglaterra utilizaba pedacitos de trapo para tapar los agujeros en su dentadura y así mejorar su apariencia. Luis XIV de Francia se hizo sacar todos los dientes superiores después de que un dentista le fracturó la mandíbula intentando extraerle un molar inferior.

Tanta gente perdía los dientes que la dentadura de los muertos se reciclaba. A los 50.000 soldados que murieron en Waterloo en 1815 se les extrajeron los dientes, que luego fueron utilizados hasta los años 1860 como reemplazos para quienes se quedaban sin dientes.

Inclusive en mi propia vida, la pérdida de dientes era algo común. Mi abuela perdió todos los dientes a lo largo de su vida, y mis padres perdieron muchos de los suyos. Solían remojar sus dentaduras en una taza de blanqueador todas las noches.

Por supuesto, las enfermedades dentales no han sido eliminadas. Hoy, el 30% de quienes tienen entre 65 y 75 años en todo el mundo no tienen dientes, mientras que los grupos pobres y los desamparados registran las tasas más altas. Pero la tasa general está decayendo. La hija pequeña de mi amigo, que hace poco preguntó si alguna vez tendría dientes "que se sacan y se ponen" como sus abuelos, puede estar relativamente tranquila de que eso no sucederá.

Y, de todas maneras, si efectivamente sucediera, no enfrentaría las barreras que la gente con una mala salud dental enfrentaba en el pasado. Potenciales reclutas militares eran rechazados si tenían caries o les faltaban dientes, porque no iban a poder abrir con la boca un cartucho de pólvora para un mosquete o usar los dientes para quitarle la traba de seguridad a una granada; también les costaría mucho comer correctamente. Durante la guerra de los Boers, los británicos tuvieron que enviar máquinas trituradoras a Sudáfrica, para que los soldados no se vieran obligados a tragar pedazos de carne sin masticar.

Parece que el escritor y periodista norteamericano P.J. O'Rourke estaba en lo cierto cuando dijo que lo mejor de vivir en el siglo XXI, comparado con alguna "era de oro" del pasado, es la odontología moderna. ¿Por qué no tomar a los dientes -su relativa limpieza y salud- como una marca de progreso económico y felicidad humana?

Obviamente, es improbable que la salud dental alguna vez se asegure un lugar en la agenda de desarrollo de las Naciones Unidas. Pero sí ofrece un indicador claro de relativo bienestar. Y dado lo dolorosa que puede resultar una enfermedad dental, la odontología merece un lugar de honor en el próximo Día Internacional de la Felicidad patrocinado por las Naciones Unidas.

Más allá de los horrores políticos que puedan estar afectando al mundo, existe algo por lo que muchos de nosotros podemos sonreír: un conjunto limpio, sano e indoloro de dientes blancos.

Chris Patten, the last British Governor of Hong Kong and a former EU commissioner for external affairs, is Chancellor of the University of Oxford.

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