Algo no funciona en el sistema sanitario

En memoria del economista Enrique Costas Lombardía, colaborador de EL PAÍS, recientemente fallecido.

Del sistema sanitario se acostumbra a destacar los problemas de la sostenibilidad financiera del gasto que provoca. Hace tiempo que mantengo que el problema de nuestros servicios de salud no es el de su sostenibilidad, sino el de su solvencia. Discrimino la semántica entre los dos términos para remarcar que la sostenibilidad es de hecho un concepto de fuerte contenido político. Lo que es sostenible financieramente no deja de depender de lo que crean nuestros parlamentarios sobre la capacidad de gastar, incrementando la presión fiscal, y que ello lo pueda aceptar la ciudadanía y soportar la competitividad de nuestra economía en un mundo global. Por lo demás, amén de política, la cuestión de la sostenibilidad financiera evoca factores coyunturales, dependiente del ciclo económico y de la elasticidad de ingresos asociada al crecimiento del PIB. Más debiera de preocupar el concepto de solvencia, es decir, la capacidad del sistema sanitario de solucionar, de hacer frente a los nuevos retos que la sociedad traslada al sistema sanitario, como son hoy el tecnológico, la longevidad, las aspiraciones ciudadanas a nuevos servicios y a la mejor calidad asistencial.

La solvencia se convierte así en un concepto más técnico que político, más estructural que coyuntural, con validez sea cual sea la sostenibilidad financiera de la que se dote al sistema, a menudo marcada por la idea de que más y más gasto es siempre mejor. Solvencia significa capacidad de respuesta a las nuevas necesidades o demandas sociales, requiere flexibilidad contra la inercia, musculación respecto del anquilosamiento; todo lo contrario de lo que algunos pretenden con la supuesta necesidad de consolidar nuestro sistema sanitario.

Para hacer efectiva la aspiración anterior, la clave radica en cómo se deba de reformar la gestión sanitaria, funcionarial tal como hoy la entendemos: personal estatutario, con ratios de oferta parametrizados, especialidades segmentadas y catálogos de prestaciones poco diáfanos. De manera que todas las innovaciones que planean en nuestro sistema sanitario acaban siendo incrementalistas (por ejemplo, desde la primaria a la especializada, de la cirugía ambulatoria sobre la convencional, de la protección asistencial respecto de la social), o de impacto nulo, de otro modo, sobre las cuentas de los proveedores. Ante medicamentos que curan (como en el caso de la hepatitis C, afortunadamente), uno puede pues interrogarse cómo ha afectado dicha innovación terapéutica al sistema hospitalario y farmacéutico. Los cien mil pacientes hoy curados, o doscientos mil en un futuro próximo, han salido del sistema pero apenas ha trascendido su efecto en los gastos de la atención especializada. El exceso de gasto en el corto debiera de traducirse en una reducción en el largo plazo.

Llevado el argumento al extremo, sería como si toda la población sanara y el gasto sanitario, desde la rigidez de su gestión, continuase en tónica ascendente. Algo no funciona en el sistema: no sustituimos tratamientos antiguos cuando incorporamos los nuevos, no variamos la oferta de agudos por semiagudos, no sustituimos recursos cuando la tecnología permite variar las combinaciones de inputs en nuevos tratamientos. Así el sistema acaba creciendo por aluvión, visualizándose como financieramente insostenible cuando su problema real es de insolvencia. En sus resortes últimos de funcionamiento es incapaz de solventar de manera sistémica los retos nuevos, ajustarse a nuevas oportunidades, permitiendo que lo nuevo acabe de nacer y lo viejo termine muriendo. Mal diagnóstico de futuro. Hacer sostenible lo insolvente es, además, el peor resultado de los equilibrios políticamente posibles.

Guillem López Casasnovas es catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra.

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