Algo pasa con el comercio

Desde hace tiempo se oye el repicar de campanas por la globalización. La guerra comercial entre China y Estados Unidos, el coronavirus, la invasión de Ucrania, los problemas en las cadenas de suministro han aumentado las voces de quienes vaticinan el fin de los intercambios globales tal como los habíamos conocido hasta ahora.

Sin embargo, el comercio global parece mostrar una inusitada resiliencia. Pese al brusco frenazo impuesto por los confinamientos, en 2020 cayó un 5,6%, lejos del 20% inicialmente previsto. 2021 fue el año de la recuperación, con un 13 % por encima de los niveles prepandemia; también de los servicios, a pesar de las restricciones todavía existentes en viajes y transporte internacional. Y en 2022, que arrancó con enorme incertidumbre, ha vuelto a batir su propio récord: 32 billones de dólares, un 10% más en mercancías y un 15% más en servicios, según la UNCTAD (la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo). Detrás está, en parte, el aumento de los precios de la energía y de las materias primas, pero también la robustez de la demanda global. Las previsiones para 2023 no son buenas, por las tensiones geopolíticas y el endurecimiento de las condiciones financieras. Habrá que ver cómo responden los mercados.

Algo pasa con el comercio¿Quiere esto decir que la globalización sigue su curso como si tal cosa? No exactamente. La realidad es que hay una serie de tendencias que marcan cambios profundos en el comercio global que tienen que ver con los principios sobre los que se basa y con cómo se manifiesta.

En cuanto a los principios, el aumento del proteccionismo es una de las tendencias más llamativas, sobre todo porque viene de la mano de los tradicionales adalides del libre comercio. Ese libre comercio que ha sido el mantra de la política comercial global, sobre el que nació la hoy amenazada Organización Mundial del Comercio (OMC) por el bloqueo principalmente de Estados Unidos. Han sido décadas de predicar a terceros países sobre las bondades de derribar las barreras comerciales, pese a que autores como Dani Rodrik han venido advirtiendo de las ineficiencias y desigualdades que generaba, para que ahora Washington y Bruselas introduzcan sofisticadas normativas proteccionistas. Hay muchos ejemplos, pero son especialmente significativos aquellos que apelan a la lucha contra el cambio climático.

Los Estados Unidos de Joe Biden han aprobado hace pocos meses la Ley de Reducción de la Inflación, que supone un importante avance en la lucha para salvar el planeta en un país tradicionalmente rezagado en ese campo. Contempla, entre otras cosas, subsidios y exenciones fiscales para fomentar las energías limpias, pero ¡ay!, solo para productos made in America. La ley ya ha suscitado protestas en la Unión Europea, que teme perder suculentas oportunidades de negocio y que los inversores europeos crucen el océano, atraídos por mejores condiciones. Este nacionalismo climático se suma a las normas introducidas durante la presidencia de Donald Trump para enfrentarse a China y proteger la industria estadounidense en sectores estratégicos como los semiconductores, las baterías o el farmacéutico. Normas que no han sido derogadas por la Administración demócrata, aunque vayan en contra de lo que su país, en teoría, promueve. Como decía el Nobel de Economía Paul Krugman recientemente en The New York Times, “Biden está cambiando poco a poco las bases del orden económico mundial”.

La Unión Europea también ha sido acusada de proteccionismo con su acuerdo para introducir el llamado “impuesto fronterizo sobre el carbono”, que pretende aplicar los criterios del mercado europeo del carbono a las importaciones comunitarias de productos como el hierro, el acero, el cemento, los fertilizantes, el aluminio, la electricidad o el hidrógeno. Los importadores tendrán que comprar certificados con el cálculo de sus emisiones, respecto al precio del carbono en la Unión, y los que no cumplan dichos criterios tendrán que pagar la diferencia. Detrás está el objetivo de alcanzar la neutralidad de emisiones para 2050. El acuerdo, alcanzado a finales de 2022 y a falta de aprobación formal, está previsto que entre en vigor el próximo octubre. En un plano teórico, no es lo mismo jugar con el nacionalismo a la hora de combatir el cambio climático que tratar de establecer nuevos estándares globales, aunque sus impactos sobre terceros sean similares.

Mientras el libre comercio se ve amenazado en varios frentes es, paradójicamente, el pilar sobre el que se basa otra de las tendencias más interesantes en el comercio global y en cómo se manifiesta: el regionalismo. Y no se trata solo de los cambios en las cadenas de suministro, eso que los anglosajones llaman el nearshoring, o el friendshoring, apelando a cercanías geográficas y a afinidades ideológicas. Se trata de la puesta en marcha en los últimos años de las áreas de libre comercio más grandes del mundo.

En nuestra vecindad más cercana, el Área Continental Africana de Libre Comercio echó a andar, oficialmente, en enero de 2021. Con 54 Estados miembros —de momento solo lo han ratificado 44—, 1.300 millones de personas y un PIB conjunto de unos 3,4 billones de dólares, aspira a impulsar el comercio intrafricano, a sacar a 30 millones de personas de la pobreza, a aumentar los ingresos continentales un 7% para 2035 y a mejorar la competitividad de las empresas africanas mediante la liberalización del comercio y la armonización y coordinación regulatorias. La eliminación de tarifas y la construcción de infraestructuras son dos de los grandes desafíos por delante. Dos años después de su entrada en vigor es pronto para hacer balance, dadas las enormes complejidades del proyecto. Pero la ambición es mucha.

Mayor todavía en cuanto a población y PIB —2.100 millones de consumidores, 29,7 billones de dólares, o sea, un 31% del PIB mundial— es la Asociación Económica Integral Regional (RCEP, por sus siglas en inglés), el acuerdo de libre comercio entre los 10 países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) y sus cinco socios de Asia-Pacífico (Australia, China, Japón, Nueva Zelanda y Corea del Sur), que entró en vigor en enero de 2022. Para algunos observadores, es el acuerdo comercial multilateral más importante desde la firma en los años noventa del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA, por sus siglas en inglés) y de la creación del Mercado Único Europeo. En el convulso tablero geopolítico, la RCEP, que incluye a China, es un nuevo desafío en la región al liderazgo de Estados Unidos tras la decisión de Trump de no sumarse al Tratado Transpacífico, del que sí forman parte otros 11 socios asiáticos y americanos.

Así que no, el mundo no ha perdido el apetito por el libre comercio, aunque Estados Unidos parezca cuestionarlo. Ni el surgimiento de estas y otras iniciativas regionales implica necesariamente una negativa fragmentación. Ahí la Unión Europea sigue siendo el principal referente. Su mercado único —que este año celebra su 30º aniversario— ha demostrado los enormes beneficios de la integración regional y el libre movimiento de mercancías, servicios, capitales y personas: un 8% más de PIB de media en el conjunto de la Unión; un 31% del comercio mundial, incluso pese al impacto del Brexit. Y aún no ha desarrollado todo su potencial. Ante el bloqueo de la OMC, la UE debe liderar la búsqueda de nuevas oportunidades en las relaciones entre bloques regionales, como viene haciendo desde hace años, y explorar vías para corregir los excesos de una globalización desbocada. La experiencia europea puede ser determinante para abordar con éxito uno de los principales desafíos de la próxima década: gestionar la fragmentación.

Cristina Manzano es directora de esglobal.

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