¿Algo peor que los partidos?

Las recientes elecciones paraguayas han devuelto al poder al Partido Colorado, que gobernó durante 60 años, desde 1947, y perdió en 2008 ante una coalición formada por su histórico rival —el Partido Liberal— y un novedoso candidato, el obispo Fernando Lugo, aupado por una popularidad que se granjeó como sacerdote. Como se sabe, este Gobierno terminó abruptamente después de que los liberales quebraran su alianza con el obispo —muy desprestigiado por la nube de hijos naturales que le habían aparecido— y se realizara un juicio político que acabó con el mandato de Lugo, después de una votación abrumadora en su contra. Este episodio fue apresuradamente juzgado como “golpe de Estado” por los Gobiernos del Mercosur, que suspendieron a Paraguay sin atender a la circunstancia de que las formalidades constitucionales se habían cumplido y tanto el Parlamento como la Corte de Justicia así lo establecieron.

Si algo faltaba para apreciar el error mercosuriano ha sido esta elección, porque los dos partidos que promovieron el juicio político superan el 90% de los votos, y el defenestrado presidente alcanzó solo el 8% en su votación al Senado. Para él —en lo personal— es importante la presencia parlamentaria, pero esa votación marca inequívocamente que la ciudadanía paraguaya no juzgó el polémico juicio como golpe de Estado. De hecho, ni fue tema de campaña.

El nuevo presidente, Horacio Cartes, es un empresario exitoso sin ninguna tradición política, que en tres años logró la candidatura del histórico Partido Colorado y ahora triunfó montado encima de la siempre sólida maquinaria partidista, afianzada en los años de la larga dictadura de Stroessner. Hombre pragmático, para gobernar tendrá Cartes que poner a prueba su habilidad para liderar a su partido y conducir un proceso de modernización ya promisoriamente insinuado en Paraguay en estos años.

En el otro extremo de Latinoamérica, en México, se ha vivido otro retorno de un viejo partido hegemónico. Después de 70 años de Gobierno, el PRI perdió en las elecciones de 2000 ante Vicente Fox, del opositor Partido Acción Nacional (PAN), que siempre había sucumbido al poderío tentacular de un partido que manejaba sindicatos, sectores empresariales y formidables estructuras locales. A Fox le sucedió Felipe Calderón, también del PAN, y ahora ha regresado el PRI. Esta pacífica alternancia es uno de los hechos más relevantes de la política latinoamericana actual. Siempre se la había aguardado con tanta esperanza como temor, porque el fantasma del fraude hacía pensar que el PRI nunca cedería el poder. Sin embargo —mérito histórico del presidente Ernesto Zedillo— perdió un día las elecciones, se fue al llano y hoy otro PRI, liderado por un presidente de 49 años, asume el Gobierno con una renovada atmósfera.

México, por cierto, es un país de creciente influencia. Es fundamental, por tanto, lo que pueda hacer el nuevo presidente, que llegó con la gran carta de un auspicioso acuerdo multipartidista para iniciar un proceso de reformas. Este entendimiento fue acogido con real entusiasmo por una opinión pública fatigada de la constante crispación de la política mexicana. Hoy este acuerdo vuelve a estar en entredicho, pero ojalá su espíritu y letra vuelvan a recomponerse. Sobre esta base, México puede realmente dar un salto que consolide su crecimiento de los últimos años, modernice estructuras obsoletas que sobreviven de sus viejos años de corporativismo y se encamine hacia su transformación en un verdadero país desarrollado.

Los dos casos señalados son cumplidos ejemplos del valor de la alternancia y también de lo que significa la presencia de grandes partidos como factor de estabilidad. El ejemplo contrario lo estamos viendo —y sufriendo— en Venezuela, que vivió un notable auge de sus dos grandes partidos (el socialdemócrata Acción Democrática y el social cristiano COPEI) desde el Pacto de Punto Fijo de 1953 hasta la elección de 1993, que marcó el fin de ese bipartidismo. La irrupción de Chávez, a partir de un fallido intento de golpe de Estado, simboliza este nuevo tiempo en que la legalidad se resquebraja y los partidos se desvanecen. No fue Chávez quien acabó con ellos. A la inversa, su debilidad fue lo que hizo posible la aparición de un autoritario caudillo, militar y populista. La reciente elección dibuja otro panorama, con un país muy dividido, pero en dos mitades parejas que hacen inviable la tan cacareada “revolución”. Maduro no es Chávez, aunque se lo crea, como tampoco Chávez fue Fidel. El tiempo dirá si los dos grandes espacios de opinión cuajan en partidos y devuelven a Venezuela —único camino— un verdadero Estado de derecho.

Los partidos políticos viven altos y bajos, glorias y miserias, pero —como decía Churchill de la democracia— es el peor de los sistemas, exceptuados todos los demás…

Julio María Sanguinetti, abogado y periodista, fue presidente de Uruguay (1985-1990 y 1994-2000).

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