Algo que debe saber: la vida de su hijo vale menos que la de un perro

Imagínese que va en un barco con su bebé en brazos y una fuerte ola se lo arranca de sus manos y cae al agua. Por la zozobra pierde el equilibrio y usted se golpea en la cabeza y no puede saltar a rescatarlo. Imagínese que en la cubierta está también un joven –puede imaginarlo hombre o mujer- con un perrito asustado en sus brazos que cae también por el otro lado de la borda, con la diferencia de que su dueño no resulta herido por la embestida del mar.

Pues sepa usted que, si dicho joven fuera uno de mis alumnos recién llegado a la universidad, según afirma mayoritariamente, saltaría a salvar a la mascota y no a su hijo.

Cuando hace unos días planteé este dilema clásico de la filosofía moral no pude salir de mi estupor ante una mayoría de manos alzadas que afirmaban con naturalidad que ellos se lanzarían a rescatar a su perro, porque es con quien tienen relación. (La proporción bajaba notablemente si el perro no era suyo, pero aun así alguna mano se mantuvo). “Es como si me preguntara si tuviera que salvar a mi hermana o a una desconocida, lógicamente salvaría a mi hermana”. Un perro, mi hermana. Esa es la equiparación.

Si algún lector piensa que esta distorsión moral está motivada por extrañas circunstancias, olvídese. Una gran parte de mis alumnos, por la tipología de universidad en la que imparto clases, proviene de colegios católicos (donde se supone que algo han hablado de estas cosas) y han tenido esa asignatura de filosofía por la que todos ahora se rasgan las vestiduras ante su desaparición y que “forma el espíritu crítico y ayuda a desarrollar el pensamiento reflexivo”. Espíritu crítico, ejem. Valores católicos, ejem. Pensamiento reflexivo, ejem. Su hijo vale menos que un perro. Esta es la realidad.

La cuestión principal (y que tiene su radical importancia por cuanto afecta a la vida común y política) es que el afecto, el sentimiento, lo que yo quiero, con quien yo tengo relación es lo que determina el valor; no la realidad en sí; no su naturaleza; no su condición y su ser. Es el mundo del yo; la tierra de la individualidad; el castillo del ego como centro de juicio de la vida toda. La abrumadora distancia que separa el valor moral de la vida humana de cualquier otra realidad queda superada por una sentimentalidad que no distingue gradación. Eso es todo. ¿Qué esperaba, señor profesor? Es un acto nacido del amor. Yo quiero a mi perro y por eso lo salvo. Si yo quiero más a mi perro, ¿por qué no está bien que deje morir al bebé?

Pero ¿acaso es lo que siento lo que determina el valor moral de algo? ¿Y si, en vez de mi perro, yo estoy enamorado de mi coche, como en la canción de Queen, o de mí mismo, o de un árbol, o de un ciempiés?

Ninguno de los que estaba en clase pensó, en ese momento, qué sería de un barco donde todos los pasajeros fueran sus compañeros. No se imaginaron una situación en la que quien perdiera el bebé fuera alguno de ellos o sus madres. Ese barco es la sociedad en la que creen; la que ven lógica y natural; en la que han crecido. Quiero pensar que, llegado el caso, emergería su humanidad y saltarían por el lado correcto, pero ya nada me extraña.

Les invito a que hagan el mismo ejercicio y planteen esta misma pregunta a sus hijos si los tienen. Es una buena oportunidad para conocerlos mejor. También para comprobar si tenemos respuestas que darles. Porque uno analiza lo que reciben cada día a través de medios, discursos políticos, series o redes sociales, y piensa que la conclusión a la que han llegado es la lógica.

¿Cómo no va a tener más valor un animal bueno que un ser humano, si estamos todo el día afirmando que el ser humano lo hace todo mal? El hombre arrasa la naturaleza, mata, viola, roba, secuestra, contamina, es codicioso, es una amenaza; pone en peligro la supervivencia misma del planeta. ¿En quién se puede confiar en un mundo así? ¿Por qué va a merecer la pena renunciar a lo que quieres por personas potencialmente tan horribles? El hombre no merece la pena. No es digno de mi sacrificio. Ni de la muerte de un inocente: categoría humana que hemos trasladado al mundo animal que no le corresponde.

Miremos a nuestro alrededor. ¿Queda algún resquicio de esperanza para que consideremos que la vida humana, cualquiera, tiene una dignidad superior, le reconocemos un valor por el que merece la pena dejar morir a nuestro perro?

Necesitamos volver a los orígenes de nuestras razones morales. Y reconstruir los principios. Socialmente hemos dado un salto al vacío. Más información no nos ha dado mayor conocimiento. Ni mayor conocimiento garantiza más sabiduría.

Somos una sociedad profundamente ignorante, y lo somos en lo elemental. El proyecto ilustrado ha fracasado. La educación no nos ha salvado. Es más, incluso ha dado mejores argumentos para justificar cualquier mal. Esto es lo que nos cuesta ver. Que todo puede ser razonable: dejar morir a un bebé; extranjerizar a un compatriota; asociarte con quien justifica el asesinato…

La razón sin horizonte construye argumentos de inmoralidad. Parece que nos gusta despeñarnos por los mismos barrancos que hace un siglo: el nacionalismo, el egoísmo, nuestra voluntad.

Hemos quitado a la razón las guías laterales que fijaban su camino. Vaga a sus anchas por destinos insospechados. Adormecida; sin dirección; carente de rumbo; perdida; ausente de brújula; dejándose llevar por lo que más le conmueve; encapsulada en su satisfacción; ensimismada en la ilusión de creer que lo que importa es el afecto y no el valor.

Si hay una urgencia educativa es esta. Necesitamos perentoriamente un método que nos ayude a juzgar mejor la realidad. Eso o la barbarie. Elija usted por qué lado saltar.

Guillermo Gómez-Ferrer Lozano es doctor en Filosofía Moral y Política y profesor en la Universidad Católica de Valencia. Es el autor del libro La inteligencia religiosa.

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