Alguaciles alguacilados

En enero del 92 tuve el disgusto de conocer en La Habana a un alemán, de nombre Heinz Dieterich, gran compadre de Chomsky y peón fijo en cualquier gansada antiespañola que se cueza por el mundo. De aquélla, andaba comisionado por la liberal Fundación Naumann, con la misión de recoger firmas contra el 5º Centenario, en compañía de una separatista catalana cuyo nombre no recuerdo. La personaja -que dirían sus compañeras de viaje Pedro y Pablo: ¿a que suena feo?- olvidaba, por ejemplo, que todos los españoles estábamos sufragando sus Olimpiadas, pero esperar nobleza y agradecimiento de tales gentes es sueño baldío. La conversación fue breve y desagradable y no perderé tiempo recordándola, excepto en un aspecto: estaban organizando un desembarco en Barcelona de indios canadienses en sus canoas (la catalana residía en Canadá y se aplicaba a mover el antihispanismo entre indígenas que ignoran por dónde cae nuestro país) y que vendrían a «descubrir» España como contrapunto bufo a la proeza de Colón y sus marinos, si bien ellos transbordarían de un barco nodriza, claro. Desconozco en qué quedó la payasada del 12 de octubre, aunque sí sé con certeza que se guardaron de acudir con su carnaval acuático a Palos de Moguer. Por si acaso.

Alguaciles alguaciladosHe referido esta historieta nimia, por formar parte de una constelación de actos semejantes con los cuales embroman a las malas a todo el continente americano, en especial en los países donde quedan indígenas en cantidad, que no son precisamente los ocupados y colonizados por anglosajones. ¡Y qué oportuno el recordatorio de ABC (3 marzo 2020) de las palabras de John Winthrop, primer gobernador de la Colonia de Massachussets!: «En cuanto a los nativos, casi todos han muerto de viruela, de modo que el Señor ha validado nuestro derecho a lo que poseemos». Por doquier, proliferan acciones insultantes y mal fundadas en hechos objetivos, contra estatuas, denominación de instituciones, calles, etcétera de Colón, Fray Junípero, Pizarro o cualquiera que haya hecho algo positivo por la tierra: fundar una ciudad, abrir al tráfico y el intercambio humano una trocha selvática, inaugurar una ruta mercatoria, introducir especies de ganado o de cereales, levantar mapas imprescindibles, estudiar los mamíferos o la botánica de tal o cual región, poner -en suma- al continente en la marcha general de la Humanidad. Todo regado con mucho sudor y alguna sangre, de indígenas, de españoles o portugueses, de prietos y pardos llegados como esclavos y con el tiempo libertados. Una historia a veces amable y otras dura, pero ¿había en la época una posibilidad alternativa?

Mucho se divertían en otras latitudes tomando a España como hazmerreír global, sobre todo gracias a nuestra indiferencia o complicidad, pero ahora, después de Francia (con Pierre Loti o Colbert), le toca el turno a Canadá. Desde el pasado 6 de febrero, ecologistas, militantes indigenistas y descolonizadores rabiosos se esfuerzan por bloquear los ferrocarriles en protesta contra la construcción de un oleoducto en el Oeste del país. Los biempensantes como Justin Trudeau ven cómo su señuelo de la «reconciliación» se vuelve contra ellos mismos y los revoltosos, a quienes creía comandar, ya no se conforman con menos que dar la vuelta al país y deslegitimar la totalidad de la colonización y la construcción de Canadá. La eclosión de lo políticamente correcto alcanza a todos y el resumen de tan depurado pensamiento es «Occidente es malo» y «Este país nunca debió existir». No se trata del famoso mestizaje, de completar, o complementar, una cultura con otra: no, el objetivo es arrasar todo lo existente para reemplazarlo por un ideal y mítico trasunto del pasado nativo que, por definición, es perfecto. Como el imaginario regreso a los orígenes del islam que pretenden los islamistas. Aunque una y otra pretensión carezcan de base real alguna.

En marzo de 2018, en Montreal, se reñía una pelea, avanzadilla de las actuales. Una placa en recuerdo de la victoria de Chomedey de Maisonneuve sobre los iroqueses en 1644 se retiraba a instancias de un ciudadano, al parecer muy herido porque el contenido del texto no era respetuoso, inclusivo y -en definitiva- descolonizador: «En los alrededores de este lugar, al que luego se denominó Plaza de Armas, los fundadores de Ville-Marie se enfrentaron a los iroqueses, que resultaron derrotados. El señor de Maisonneuve mató al jefe indio con sus propias manos» (Jérôme Blanchet-Gravelle, Causeur.fr). Pero como los demagogos indigenistas y descolonizadores son, por definición, insaciables, ahora van a por el monumento al mismo Maisonneuve, erigido en 1895. Si atienden a su capricho, la ciudad se quedará sin su fundador, lo mismo que en Sudamérica se quedó sin el suyo la Ciudad de los Reyes, también llamada Lima.

Pero en botica vale todo y aprovechando que el coronavirus pasa ya por el mundo entero, se instrumentalizan las epidemias habidas en América, verdaderas, desde la llegada de los europeos (viruela, difteria, sarampión) que causaron grandes mortandades entre los indígenas. Obviamente, no por gusto de los españoles que necesitaban a la población como mano de obra, detalle que suelen olvidar quienes se aferran a las poco serias elucubraciones numéricas de Cook para culpar a los conquistadores de la catástrofe demográfica acaecida a partir de la Conquista, llegando a hablar de un mágico número Cien (millones) como cifra de los indios perecidos a manos de los españoles. Y desconociendo adrede que el monto de la población indígena prehispánica es un punto nada claro (Rosenblatt la fija en 13 millones para todo el continente, mientras la cuadrilla de Berkeley la hace ascender hasta 120 o 130. El objetivo es diáfano: cuantos más aborígenes falten mayor es la culpa de los españoles). Pero ahora -gracias al asunto de moda, el coronavirus- resulta que los hispanos andaban poco menos que como norteamericanos en Vietnam, arrojando miles de toneladas de defoliantes y envenenando con bacterias los sembrados.

Y en el mismo orden de cosas, un recuerdo final, enternecido, por el penúltimo alguacil alguacilado: el Niño de los Escraches recibe su propio jarabe de democracia popular en la misma aula donde él se lo suministraba generoso a otros. Quienes desde el Gobierno promueven caceroladas contra el Rey, en aras de la libertad de expresión, poca autoridad moral tienen para reprimir a los que sólo piden libertad. Para salir, para moverse, para vivir. Aunque los comunistas españoles estén, al fin, felices. Ya tienen a los españoles como querían: en el paro y haciendo colas para conseguir comida. Ha llegado el Paraíso.

Serafín Fanjul es de la Real Academia de la Historia y Profesor Emérito de la Universidad CEU San Pablo.

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