Alguien en quien confiar

¿Son los jubilados unos analfabetos financieros? Según el banquero Blesa, no deberían serlo y el escándalo de las preferentes es un falso problema ya que todo se resuelve en una relación entre clientes maduros y banqueros que no son responsables de la ignorancia ajena. Recordemos de dónde surge el asunto: la comercialización masiva de participaciones preferentes entre los pequeños ahorradores. Las entidades bancarias ofrecieron este producto dando a entender que se trataba de renta fija cuando no lo era. Y tratándose en su mayoría de inversores inexpertos estos creyeron que era una inversión segura, como si fueran acciones o depósitos garantizados, cuando muchas veces realmente se parecían más a una apuesta.

El tiempo y los tribunales dirán quién tiene razón, quién ha corrido excesivos riesgos y quién ha sido literalmente engañado. Para juzgar tendríamos que saber en qué condiciones se concedieron las preferentes, si tuvieron la suficiente información, si se les presionó minimizando los riesgos que asumían o si no se trató más que de inversores deseosos de ganancias fáciles en una época propicia para ello.

Las declaraciones del banquero ante el juez y, en general, todo lo relativo a las preferentes plantean un problema que tiene que ver con el modo en que se relacionan los legos y los expertos, probablemente uno de los dilemas más importantes que hemos de resolver. Es tal la complejidad de muchas de las cosas que tenemos entre manos —desde un coche hasta un producto financiero— que no tenemos más remedio que confiar en alguien, lo que no nos exime de una cierta responsabilidad, pero tampoco puede servir para justificar cualquier abuso. Del modo como articulemos complejidad, saber experto y confianza dependen muchas cosas decisivas que debemos regular con criterios de justicia.

Estamos en un momento peculiar en la evolución de nuestras sociedades porque conviven muchas relaciones asimétricas con una evolución que parece ponernos a todos en pie de igualdad; la sociedad se horizontaliza y aceptamos con dificultad relaciones que consagren una jerarquía injustificada, pero también hay más expertos que nunca y dependemos de ellos más de lo que solemos suponer. Por un lado, todos nos consideramos igualmente competentes (y juzgamos a los cocineros, criticamos a los arquitectos, evaluamos a nuestros profesores o pontificamos sobre el fútbol), pero nunca hubo tanta necesidad de coaching, asesoramiento, consultoría o libros de autoayuda. ¿Quién tiene más capacidad de juicio: los clientes o los hosteleros, los alumnos o los profesores, los usuarios o los propietarios, los lectores o los críticos literarios?

Depender de los expertos amplía nuestras posibilidades, pero nos resulta especialmente incómodo en un momento en el que las mediaciones parecen más prescindibles que nunca. ¿Cómo vamos a resolver esta aparente contradicción? ¿Tiene razón Blesa y los preferentistas son unos irresponsables? ¿O sigue habiendo una distancia entre quienes saben y quienes confían, que sitúa la responsabilidad más bien en el tejado de los expertos? El cinismo del banquero es igualitario y la queja de los estafados presupone una relación de dependencia; lo dicho por Blesa parece más acorde con la capacidad de juicio que reivindicamos para nosotros mismos como ciudadanos competentes, mientras que la indignación de los preferentistas pone de manifiesto que, por mucho que avancemos en la igualdad, siempre habrá diferencias en cuanto al conocimiento de ciertas cosas y que esa diferencia se salva con la confianza (que puede ser defraudada).

Creo que esta cuestión remite a tres constataciones: que la complejidad de las realidades en las que vivimos hace inevitable el recurso a los expertos; que los expertos nos decepcionan continuamente; y que pese a todo (pese a sus fracasos y el incremento de nuestras competencias) vamos a seguir necesitándolos, por lo que debemos establecer con la mayor precisión cuáles son sus obligaciones y las nuestras.

En primer lugar, los expertos son inevitables. Esto que voy a decir no es un trabalenguas, aunque lo parezca: sabríamos muy poco si solo supiéramos lo que podemos comprobar personalmente; apenas podríamos decidir si solo decidiéramos cuando estuviéramos personalmente seguros. Sin los expertos sucumbiríamos ante la complejidad epistémica del mundo. Quienes tienen que tomar decisiones están rodeados de comisiones e informes; por haber, hay incluso especialistas en cuestiones de ética, que son las más ligadas al juicio y la conciencia personal, las menos delegables. Se ha configurado todo un mercado de científicos, técnicos y expertos gracias al cual nos podemos informar acerca de lo que debe hacerse en un momento determinado. Consultar a los expertos es un modo de disminuir el riesgo de las malas decisiones. Los expertos se caracterizan por una actitud desinteresada, objetiva, pragmática e independiente hacia la realidad, que son disposiciones muy necesarias en un mundo de creciente complejidad. Si existen “gobiernos técnicos”, expertocracia o autoridades funcionales es precisamente porque hay decisiones que no están al alcance de cualquiera.

Pero también es cierto que los expertos nos decepcionan con frecuencia y que debemos administrar con prudencia nuestra confianza en ellos. Basta con recordar el fracaso de las previsiones de la ciencia económica o el mal funcionamiento de las agencias de rating con ocasión de la crisis económica. Sin necesidad de recurrir al caso extremo de las crisis, la confianza en los expertos solo puede ser limitada si tenemos en cuenta la falta de unidad de sus juicios y pronósticos. Para cada tema hay expertos que sostienen opiniones enfrentadas y con intereses contrapuestos, por lo que no deben disponer de un saber tan indiscutible ni de una actitud tan desinteresada. Frecuentemente se adoptan decisiones ideológicas con apariencia de objetividad y encubiertas por la supuesta imparcialidad de los expertos y sus razones aparentemente neutrales. El hecho de que tras los científicos se adviertan no pocos intereses y tomas de partido ideológicas hace que la posición de los científicos junto a los centros de decisión se distinga cada vez menos del lobbismo. La ciencia tiene un papel esencial en nuestras decisiones colectivas, pero la idea de que todas las decisiones podrían apoyarse en una objetividad indiscutible se ha revelado como una ilusión. La ciencia del siglo XXI será algo mucho más plural de lo que era en el siglo XVIII.

Pese a esta decepción y pese a nuestra mayor capacitación, vamos a seguir necesitando de los expertos. Nadie nos va a exonerar de la dificultad de administrar con prudencia la confianza y la sospecha. Al ser humano la ignorancia le hace inseguro, pero el saber experto le vuelve receloso. Dependemos de los expertos, pero esa dependencia no nos agrada. Hay también todo un resentimiento contra los administradores del saber especializado, que en ocasiones no es más que la razonable desconfianza frente a los administradores de la objetividad, pero que puede convertirse en una torpe autolimitación (y que nos impediría el acceso a la tecnología, la información, la comunicación, la inversión, es decir, todo aquello para lo que necesitamos fiarnos de otros).

Volvamos a la cuestión del principio. ¿Qué es más decisivo en el asunto de las preferentes, la responsabilidad de los usuarios y/o la de los expertos financieros? En la relación que entre ambos se establece está implícito que la obligación de informar se corresponde con el deber de informarse. En tanto que clientes, la confianza y la delegación no tendrían que desactivar completamente nuestros dispositivos críticos. Ahora bien, cuando los asuntos que están en juego sobrepasan un cierto nivel de complejidad, la asimetría de las capacidades cognitivas implica también una dimensión de confianza inevitable y, por consiguiente, una desigual responsabilidad. Hay una directiva europea sobre el mercado de instrumentos financieros que obliga a los bancos a someter a un examen a sus clientes antes de venderles productos financieros complejos. Sí, la denostada burocracia europea ha entendido mejor como impedir el abuso de la confianza que algunos banqueros cercanos. Siempre habrá una distancia en el conocimiento de las cosas y, por tanto, una diferencia de responsabilidad. Si no fuera así, si los clientes somos o deberíamos ser tan competentes como los proveedores de servicios financieros, entonces ¿cómo es que no cobramos lo mismo?

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en la London School of Economics.

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