Alguien vuela sobre las pensiones públicas

Si veis volar en círculo un grupo de aves carroñeras, trazad una línea vertical desde el centro geométrico y en el suelo encontraréis o el cadáver o el animal moribundo. Leyendo la prensa estos días hemos trazado esa línea para encontrarnos con la descomposición orgánica generada por la reforma en curso de nuestro sistema público de pensiones. El vuelo intenso de compañías aseguradoras y entidades bancarias a la caza de ahorradores, con ofertas variadas de productos financieros para colocar el resultado del miedo a la caída de las pensiones públicas, nos indica la cercanía del sujeto moribundo: la cuantía de estas.

Para lo cual se requiere de la generalización del miedo a la pérdida de una pensión pública suficiente que ponga a una parte (los que puedan) de los futuros pensionistas ante el abismo de una vejez con escasos recursos y acudan en masa a garantizarse una “pensión complementaria”. Y junto a ello, la pérdida de confianza de los ciudadanos (ideológicamente inducida) respecto a la viabilidad del sistema público de pensiones. Este es el discurso que subyace la reforma que está poniendo en marcha el Gobierno: socavar el modelo financiero de reparto, que había asegurado pensiones suficientes con criterio redistributivo y con gran capacidad de autorregulación y adaptación a los cambios económicos y demográficos a los que ha tenido que hacer frente.

Ya lo decía abiertamente un experto en la materia hace unos meses: “Cuando hablamos de las pensiones complementarias o de las pensiones privadas, / … / no estamos siendo honestos / … / lo que necesitamos desesperadamente es que las pensiones públicas se replieguen de una o de otra manera para ampliar el espacio atribuido a las pensiones privadas” (José Antonio Herce, 2012).

Para que esto ocurra es requisito necesario que se instale en la opinión pública la inevitabilidad de tal final, que el miedo al futuro de las pensiones aseguren el flujo de ahorro hacia los fondos privados de pensiones. Así no se “molesta”, así todos asumimos que en el futuro no “se van a poder pagar las pensiones”. Los agoreros que ya desde los años noventa nos anunciaban la bancarrota de la Seguridad Social parece que están ganando la batalla de la opinión pública. Al albur de la “sostenibilidad financiera” de las pensiones tratan de instalar la idea de que estas se han de financiar necesariamente solo con las aportaciones de los cotizantes. Tras este principio se oculta algo tan básico como que las pensiones no son —solo— una contrapartida a una contribución, sino un derecho básico reconocido en nuestra Constitución que demanda a los poderes públicos que garanticen, “mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad” (artículo 50 de la CE).

No deja ser paradójico que estas políticas de reducción sistemática de las pensiones públicas y de potenciación decidida de las pensiones privadas se lleve a cabo en una coyuntura como la actual, en la que es un hecho empíricamente que los fondos de pensiones se están mostrando muy frágiles y vulnerables frente a la coyuntura de crisis económica y son inseguros para garantizar los fines de protección social. Son ahora incluso parte del problema por su implicación directa en las turbulencias financieras pasadas.

Para todo ello ha de instalarse, pues, un discurso ideológico (aunque revestido de tecnicismo) que se apoye en sucesivas mentiras o medias verdades que confunden, o mejor amedrentan, al ciudadano futuro pensionista, olvidando que:

— Estas reformas no son una cuestión técnica, atribuible a los “expertos”. Es un discurso ideológico, oculto tras el nombramiento de una “comisión de expertos” para reforzar una reforma que ya estaba previamente definida, que atribuiría a la fatalidad de la economía (convertida erróneamente en una suerte de ciencia “natural” independiente de las legítimas decisiones político-institucionales) o de la demografía, este negro horizonte para las pensiones.

— Está en proceso de aplicación la Ley 27/2011, vigente desde el 1 de enero de 2013, que supone ya un importante recorte de la cuantía de las pensiones en el medio plazo. Con ella, el erario público ahorrará [dejará de gastar] un 3% del PIB a la altura del año 2050 (unos 2.000 euros anuales por pensionista).

— Los nuevos pensionistas, irán perdiendo parte del valor de su pensión inicial por aplicación del denominado Factor de Sostenibilidad desde 2023. A un ritmo de descenso acumulable del 5% del valor de la pensión inicial media por cada década de aplicación (estimaciones del comité de expertos).

— Con la puesta en vigor del índice de revalorización de las pensiones definido en la próxima reforma, el erario público se ahorrará, desde 2014 hasta 2022, 33.000 millones de euros, según indica el propio Gobierno (con una inflación prevista del 1%, bastante poco creíble).

— En cómputo global, el coeficiente de sustitución (relación entre cuantía de la pensión y el salario percibido inmediatamente antes de jubilarse, para una persona con carrera de cotización completa) pasaría de aproximadamente un 80% en el momento actual a menos del 50% a mediados de los años cincuenta. Es decir, se alejaría sustancialmente la renta disponible de los pensionistas respecto a la de los activos, abriendo camino a la extensión de situaciones de pobreza y desigualdades más intensas entre los inactivos. Se pone en cuestión, aún más, la cohesión social y territorial del Estado, de la cual el sistema público de pensiones actual es un baluarte consolidado.

Por último, resulta precipitado poner en entredicho el equilibrio interno del sistema. Existe aún un importante colchón financiero, constituido por el Fondo de Reserva. Tras cinco años de crisis, solo se ha utilizado un 5% del Fondo, con lo que la reserva existente a día de hoy es superior a los 63.000 millones de euros.

El verdadero desafío para la política pública de solidaridad social en las pensiones es incrementar los recursos del sistema aumentando los ingresos (a través de cotizaciones sociales y/o aportaciones estatales) hasta alcanzar los niveles existentes de media en los países de la zona euro. Aquí lo que puede condicionar coyunturalmente la sostenibilidad actual de nuestro sistema de pensiones es resolver el gravísimo problema social del desempleo masivo.

Y a ello lo que se opone es una política de extrema austeridad que cercena las bases del crecimiento económico y, por tanto, los ingresos de la Seguridad Social, en particular, y del Estado, en general.

José Luis Monereo  es catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Universidad de Granada, y Santos M. Ruesga es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Autónoma de Madrid.

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