Algún día tenía que pasar

Algún día tenía que pasar: ahora ha sido China la que ha entrado en una zona de turbulencias. Y ella misma es la causa de la tormenta: el papel motor de la economía mundial, que ayer le correspondiera a Estados Unidos, hoy está en parte en manos de este régimen comunista convertido en piloto de una economía capitalista globalizada. La situación que ha generado lo que por ahora no es sino una ralentización del crecimiento chino, combinada con ciertas borrascas bursátiles, es a la vez grave y peligrosa para China, por supuesto, pero también para buena parte del resto del mundo. De hecho, China se enfrenta a la necesidad de cambiar de modelo: el fuerte crecimiento impulsado por las exportaciones, gracias a una mano de obra muy barata, deja progresivamente paso, a medida que la economía progresa y la aspiración al bienestar se abre camino, a un crecimiento moderado impulsado por el consumo doméstico. China ha sido durante cierto tiempo la fábrica y el taller del mundo; como lo había sido Gran Bretaña antes que ella —en la segunda mitad del siglo XIX—, luego Estados Unidos —tras la Segunda Guerra Mundial— y, más recientemente, Japón, que luego entró en una fase de estancamiento, destino que seguramente obsesiona a los dirigentes chinos y también a los europeos. Este fin del modelo basado en las exportaciones masivas puede repercutir en beneficio de la población china, que debería ver cómo se aceleran las inversiones públicas y en infraestructuras y, sobre todo, el nacimiento de mecanismos de cobertura social que solo un régimen comunista podía ignorar hasta tal punto (cuando se supone que debería servir al pueblo).

Este tránsito hacia un modelo más orientado al consumo doméstico viene acompañado de un aumento de la corrupción (por ejemplo en forma de ayudas dirigidas a “empresas fantasma”) que el presidente Xi se ha propuesto combatir vigorosamente pero que frena el desarrollo.

A corto plazo, los europeos ganamos con la ralentización china, pues se traduce en una menor demanda internacional de hidrocarburos y materias primas y, por tanto, en una bajada de los precios. El del barril cayó por debajo de los 40 dólares, lo que representa un incremento del poder adquisitivo considerable para una Europa que importa su petróleo. Pero también cabe esperar una ralentización de nuestras exportaciones: por ejemplo, menos coches alemanes y menos lujo francés e italiano para los ricos chinos. Peligros a los que hay que añadir la inestabilidad cambiaria e incluso un posible rebrote de la guerra de divisas, como todos nos temíamos con ocasión de la bajada del yuan. El efecto de ralentización también puede afectar al conjunto de esta región en plena expansión, con gigantes potenciales como Malasia o Vietnam.

Habría que considerar otros dos peligros. El primero es el incremento de las tensiones sociales. Aunque la prensa apenas da cuenta de ellas, sin duda existen y a menudo son violentas. Ahora pueden verse agravadas, pues algunas provincias chinas ya están en recesión. En un país en el que la violencia política nunca ha estado ausente, evocar esta hipótesis no es necesariamente un ejercicio teórico. El segundo peligro sería una deriva nacionalista por parte de unos dirigentes en busca de una estrategia de diversión con la que desviar la atención de las tensiones internas. A decir verdad, este peligro ya lo han considerado varios países de la región, empezando por Japón, pero también Vietnam y Malasia, que urgen a Estados Unidos para que refuerce su presencia y su vigilancia en el mar de China. En todo caso, no deberíamos limitarnos a asistir indiferentes a unas dificultades chinas susceptibles de agravarse. China, no lo olvidemos, ayudó considerablemente al conjunto del mundo a salir de la crisis financiera desencadenada en 2007-2008. Los Estados Unidos, en el origen de la crisis, se alegraron mucho de poder contar con el motor chino. No es la única, pero sí una buena razón para contribuir a estabilizar la situación de un país que se creía por encima de los demás y ahora se ve confrontado a las dificultades del común de los mortales.

Jean-Marie Colombani fue director de Le Monde. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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